La naturaleza produce semejanzas. Basta con pensar en el mimetismo animal. Pero la mayor capacidad para producir semejanzas la tiene el ser humano. Ese don de percibir semejanzas que posee no es más que el resto de la ya remota y vehemente obligación de parecerse y comportarse en consecuencia.
Pero esta facultad tiene una historia, tanto en sentido filogenético como en sentido ontogenético. En lo que respecta a este último, su escuela es, en muchos aspectos, el juego. Los juegos infantiles están completamente atravesados por comportamientos miméticos; y su campo de acción no se encuentra limitado, en modo alguno, a lo que un ser humano puede imitar en otro. Niños y niñas no sólo juegan a ser comerciantes o maestros, sino también molinos de viento y locomotoras. ¿Pero qué utilidad obtienen de esta instrucción en la facultad mimética?
La respuesta presupone la comprensión del significado filogenético de la facultad mimética. Para ello no basta con pensar en lo que hoy entendemos con el concepto de semejanza. Se sabe que el ámbito vital [Lebenskreis], que alguna vez pareció haber estado gobernado por la ley de la semejanza, era total; regía tanto en el microcosmos como en el macrocosmos. Pero aquellas correspondencias naturales alcanzan su verdadero peso cuando se sabe que son, sin excepción, estimulantes y reactivos de la facultad mimética que responde a ellas en el ser humano. Sin embargo, hay que considerar que ni las fuerzas miméticas ni los objetos miméticos permanecen inalterables en el curso de los milenios. Más bien hay que suponer que la facultad de producir semejanzas –por ejemplo, en las danzas, cuya función más antigua es precisamente esa– y, por lo tanto, también la facultad de reconocerlas, se ha transformado en el curso de la historia.
La dirección de esta transformación parece estar determinada por el creciente debilitamiento de la facultad mimética. Es evidente que el mundo perceptivo del ser humano moderno no contiene más que unos pocos restos de aquellas correspondencias y analogías mágicas que eran tan corrientes para los pueblos antiguos. La pregunta es si se trata de la decadencia de esta facultad o más bien de su transformación. Con respecto a la dirección que esta transformación podría tomar, puede inferirse, aunque sea indirectamente, de la astrología.
Es preciso tener en cuenta que, en un pasado más remoto, entre los procesos considerados imitables, también contaban los celestiales. En las danzas y en otras manifestaciones culturales, se podía producir una imitación, se podía utilizar una semejanza de esa índole. Si el genio mimético fue verdaderamente una fuerza determinante en la vida de los antiguos, no es difícil imaginar que debía considerarse al recién nacido en plena posesión de esta facultad y, en particular, en completa apropiación de la configuración cósmica.
Un dato sobre el ámbito de la astrología puede brindar un primer punto de referencia sobre lo que hay que entender con el concepto de semejanza inmaterial. Es cierto que, en nuestra vida, ya no existe aquello que, una vez, hizo posible que se hablara de tal semejanza y, sobre todo, evocarla. Sin embargo, nosotros también poseemos un canon que puede ayudarnos a esclarecer, por lo menos en parte, el concepto de semejanza inmaterial. Este canon es el lenguaje.
Desde siempre se le ha concedido a la facultad mimética cierta influencia sobre el lenguaje. Pero sin fundamento, sin otorgarle una importancia más remota o, mucho menos, en la historia de la facultad mimética. Esas consideraciones quedaron estrechamente limitadas al habitual y sensible campo de la semejanza. Por lo menos, se le ha dado un lugar, con el nombre de “onomatopeya”, al comportamiento imitativo en la formación del lenguaje. Pero si el lenguaje, como resulta obvio, no fuera un sistema consensuado de signos, siempre se tendría que recurrir, una y otra vez, a ideas que se presentan, en su forma más primitiva, como explicaciones onomatopéyicas. La pregunta es: ¿puede ser desarrollado y adecuado a una mejor comprensión?
“Toda palabra y todo lenguaje –se ha dicho– es onomatopéyico”. Es difícil precisar el programa general que podría estar implícito en esta proposición. Sin embargo, el concepto de semejanza inmaterial ofrece cierta utilidad. Es decir, si se ordenan palabras de diversas lenguas, que signifiquen lo mismo, alrededor de ese significado como centro de ellas, sería necesario indagar cómo todas esas palabras –que, a menudo, no tienen la más mínima semejanza entre sí– son semejantes a ese significado en su centro. Pero este tipo de semejanza no debe explicarse a partir de las relaciones de las palabras con ese significado en las distintas lenguas, tal como, en general, la reflexión no puede limitarse a la palabra hablada. Más bien tiene una vasta relación con la palabra escrita. Y es notable que la palabra escrita –en muchos casos, de modo más significativo que la hablada– clarifica, a través de la relación que su forma escrita tiene con el objeto significado, la naturaleza de la semejanza inmaterial. En suma, la semejanza inmaterial establece las tensiones no sólo entre lo dicho y lo entendido, sino también entre lo escrito y lo entendido y, además, entre lo dicho y lo escrito.
La grafología ha enseñado a descubrir, en la escritura a mano, las imágenes que el inconsciente de quien escribe esconde. Se puede suponer que el proceso mimético en la actividad de quien escribe fue de suma importancia para la escritura en los tiempos remotos en que esta surgió. Así, la escritura es, junto con el lenguaje, un archivo de semejanzas no sensibles, de correspondencias inmateriales.
Pero este aspecto del lenguaje y de la escritura no avanza si no se relaciona con otro: el semiótico. Lo mimético en el lenguaje puede manifestarse sólo, como la llama, junto a una especie de portador. Este portador es lo semiótico. El nexo significativo de las palabras y proposiciones es el portador en el cual se manifiesta, como en un relámpago, la semejanza. Porque el acto de producir semejanza por parte del ser humano –como la percepción que obtiene por medio de ella– está ligado, en muchos casos, y sobre todo en los más importantes, a un destello. Pasa enseguida. No es improbable que la rapidez en el escribir y el leer refuerce la fusión de lo semiótico y lo mimético en el dominio del lenguaje.
“Leer lo que nunca se ha escrito”. La más antigua lectura, anterior a toda lengua, a cualquier lenguaje: la de las vísceras, de las estrellas o danzas. Luego aparecieron eslabones intermedios, una nueva lectura: runas y jeroglíficos. Es lógico suponer que estas fueron las etapas a través de las cuales aquella facultad mimética que había sido el fundamento de la praxis oculta se abrió paso en la escritura y el lenguaje. De tal modo que el lenguaje sea el estadio más elevado del comportamiento mimético y el más perfecto archivo de semejanzas inmateriales: un medio al que las más antiguas fuerzas de producción y recepción miméticas emigraron, sin residuos, hasta acabar con las de la magia.
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