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  • Buchwald

Hugo Ball: Kandinsky

El estilo


Los artistas de esta época se rigen por la interioridad. Su vida es una lucha contra la locura. Si no tienen la suerte de encontrar, por un momento, en su obra el equilibrio, el balance, la necesidad y la armonía se sienten desgarrados, despedazados, descuartizados. Los artistas de esta época no decoran las salas con trofeos de caza como lo hacían en el Renacimiento. No cuentan historias infantiles como en el rococó, incluso carecen de un motivo para deificar algo, como sí lo encontraron el Gótico y el Renacimiento temprano. La afinidad más fuerte que sus obras aún muestran es con las angustiantes máscaras de los pueblos primitivos, las máscaras de peste y el horror de los peruanos, australianos y africanos. Los artistas de esta época le dan la espalda al mundo, son ascetas de su espiritualidad. Llevan una existencia en ausencia profunda. Son precursores, profetas de una nueva era. Sus obras suenan en una lengua que sólo ellos conocen. Se enfrentan a la sociedad como los herejes de la Edad Media. Sus obras filosofan, politizan y profetizan al mismo tiempo. Son los precursores de toda una época, de una nueva cultura general. Es difícil entenderlos y sucede solo cuando se cambia la base interior, cuando estás preparado para romper con la tradición de un milenio. No podés entenderlos si crees en Dios en lugar de en el caos. Los artistas de esta época se vuelven contra sí mismos y contra el arte. Incluso la última base, hasta ahora la más inquebrantable, se convierte en un problema para ellos. ¿Cómo pueden seguir siendo útiles, indulgentes, descriptivos o complacientes? Se desprenden del mundo de las apariencias en el que sólo perciben contingencia, desorden, desarmonía. Renuncian voluntariamente a la representación de los productos de la naturaleza, que les parecen los más distorsionados de todo lo distorsionado. Buscan lo esencial, espiritual, lo no profanado, el trasfondo del mundo de las apariencias, para sopesar, ordenar y armonizar este, su nuevo tema, en formas, áreas y pesos claros e inequívocos. Se convierten en creadores de nuevos seres naturales que no tienen paralelo en el mundo que conocemos. Crean imágenes que ya no son una imitación de la naturaleza, sino su proliferación en nuevas, hasta ahora desconocidas, apariencias y secretos. Ese es el júbilo victorioso de estos artistas: crear existencias que llamamos cuadros, pero que equivalen a una rosa, a una persona, a un resplandor vespertino, a un cristal.

El secreto de los cubistas es el intento de romper las convenciones de la superficie del lienzo al poner más de una superficie imaginaria como base. El secreto de Kandinsky es ser el primero –y más radical que los cubistas– en rechazar todo lo representativo por impuro y volver a la forma verdadera, al sonido de las cosas, su esencia, su curva esencial. Nuestra época ha encontrado su denominador artístico más fuerte en Picasso, el Fauno, y en Kandinsky, el Monje. En Picasso, la oscuridad, el horror y la agonía de nuestro tiempo, su ascetismo, su mueca infernal, su sufrimiento profundo, sus gemidos y gritos, su infierno y dolor sin nombre, su rostro de cadáver y el dolor negro; en Kandinsky, su júbilo, su delirio festivo, su tormenta celestial, su fuga coral de arcángeles, sus coloridas quijotadas, su marsellesa rojiazul, su bendecido final, su ascenso, un vuelo de querubines entre fanfarrias azulamarillas que se pierde en el infinito.



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