“Mirá, aprendí por mí mismo, y un dios sembró en mi alma más de una forma.” No pretendo hablar de la gaya ciencia [fröhlichen Wissenschaft] de la poesía, sino aventurarme en el divino arte de la pereza. ¿Con quién mejor pensar y dialogar sobre el ocio que con uno mismo? Así me dije en aquella inmortal hora en la que el Genio Universal me inspiró a repetir el sublime evangelio del placer verdadero y el amor: “¡Oh, ocio, ocio! Sos el aire vital de la inocencia y la exaltación, te respiran los bienaventurados, y bienaventurados son aquellos que te poseen y te guardan, ¡vos, sagrado tesoro!, único vestigio que nos queda del Paraíso, de nuestra semejanza con lo divino”. Hablaba conmigo mismo, sentado junto al arroyo, distraído como un enamorado, mirando la corriente pasar. Pero huía, fluía tan serena, tranquila y sentimental como si quisiera que un Narciso buscara su reflejo en la superficie clara y se embriagara de hermoso egoísmo. También a mí hubiera podido seducirme, hundirme cada vez más en la mirada interior de mi espíritu, si no fuera porque incluso durante mis especulaciones más profundas mi naturaleza desinteresada y práctica siempre está preocupada por el bien general. Más allá de su bienestar, mi alma estaba lánguida y mi cuerpo parecía derretirse por el calor terrible; sin embargo, meditaba seriamente sobre la posibilidad de un “abrazo permanente”, sobre los medios necesarios para prolongar la unión y evitar esas futuras elegías infantilmente conmovedoras sobre la separación abrupta; en cualquier caso, mucho mejor que, como hasta ahora, deleitarnos con la comicidad de ese destino que se cumplirá y que es inevitable. Sólo cuando la tensada fuerza de la razón se rompió por lo inaccesible del ideal y se relajó, pude dejarme llevar por el flujo del pensamiento y escuché apacible la colorida variedad de historias con las que el deseo y la imaginación –irresistibles sirenas en mi propio ser– hechizaban mis sentidos. Aunque sabía bien que en su mayoría sólo eran bellas mentiras, no se me ocurrió cuestionar con vulgaridad aquel espectáculo tan seductor. La tierna música de la fantasía parecía llenar los vacíos del ansia. Agradecido, lo recibí todo y decidí que aquello que la fortuna elevada me había deparado tenía que trabajarlo en mi imaginación y reproducirlo más adelante para nosotros: así comenzó este poema de la verdad. Y así se engendró el primer germen de esta extraña vegetación de arbitrariedad y amor. Y tan libre como ha brotado, pensé, ha de crecer exuberante y se volverá salvaje; yo nunca podaré la plenitud exuberante de sus hojas y yuyos por el ordinario amor al orden y al recato.
Como un sabio de Oriente, me encontraba completamente sumergido en una sagrada meditación y en una tranquila contemplación de las sustancias eternas, sobre todo de las tuyas y las mías. La grandeza en reposo, dicen los maestros, es el más noble motivo de las artes plásticas; y sin realmente quererlo, o sin esforzarme indignamente, formaba y poetizaba nuestras sustancias eternas en bello estilo. Recuerdo que nos vi abrazados, abrazándonos, y veía cómo un suave sueño nos envolvía. De vez en cuando, uno abría los ojos, sonreía más allá del dulce sueño del otro y despertaba lo suficiente como para lanzar una palabra burlona, una caricia: pero antes de perpetrar la travesura, volvíamos a hundirnos, firmemente entrelazados, en el bienaventurado seno de un auto-olvido medio consciente.
Con el mayor de los enojos pensé entonces en las personas viles que quieren sustraer de la vida el sueño. Probablemente nunca han dormido ni tampoco vivido. ¿Por qué son los dioses dioses, si no es porque consciente y voluntariamente no hacen nada?, ¿precisamente porque lo entienden y son maestros en eso? ¡Cómo aspiran los poetas, los sabios y los santos al ocio divino! ¡Cómo compiten en la alabanza de la soledad, del ocio y de una libre despreocupación e inactividad! Y con toda razón: porque todo lo bueno y bello ya está allí y se sostiene por su propia fuerza. ¿De qué sirve ese incondicional buscar y avanzar sin tregua ni centro? ¿Pueden esta tormenta y este ímpetu [Sturm und Drang] proporcionarle savia o bella forma a la infinita planta de la humanidad, que, silenciosa, crece y se forma por sí misma? Esa actividad vacía e intranquila no es más que un vicio nórdico y no genera más que aburrimiento ajeno y propio. ¿Y cómo empieza y termina si no es con la antipatía contra el mundo, hoy tan cínico? La cándida soberbia no sospecha en absoluto que esto no es más que falta de sentimiento y juicio, y lo considera un gran disgusto por la fealdad general del mundo y de la vida, de los que , sin embargo, no tiene el más leve presentimiento. No puede tenerlo, pues el empeño y el beneficio son ángeles de la muerte con espadas de fuego que impiden al hombre el retorno al Paraíso. Sólo con serenidad y paz, en el sagrado silencio de la auténtica pasividad, puede uno recordar todo su yo y contemplar el mundo y la vida. ¿Cómo se da todo pensamiento, toda poesía si no es entregándose y abandonándose por completo al influjo de algún genio [Genius]? Y es que el comunicar y crear son sólo algo secundario en las artes y ciencias; lo esencial es el pensar y poetizar, y eso sólo es posible por medio de la pasividad. Puede que sea deliberada, caprichosa, parcial, pero aún así es pasividad. Cuanto más bello sea el clima, más pasivo se es. Sólo los italianos saben andar, y sólo los orientales entienden cómo yacer; pero ¿dónde se ha formado el espíritu delicado y dulce más que en la India? Y en cualquier lado, el derecho al ocio es lo que diferencia lo distinguido de lo común y el verdadero principio de la nobleza.
Por último, ¿dónde hay más placer y más permanencia, fuerza y espíritu de goce? ¿En las mujeres, cuyo carácter llamamos pasivo?, ¿o acaso en los hombres, entre los cuales la transición de la furia precipitada al aburrimiento es más rápida que la del bien al mal?
En efecto, ¡es imperdonable descuidar el estudio del ocio, hay que cultivarlo y convertirlo en arte y ciencia, sí, incluso en religión! Para resumirlo en pocas palabras: mientras más divina sea la persona o su obra, más parecida será a la planta; se trata de la más moral y la más hermosa entre todas las formas de la Naturaleza. Así que la vida más elevada y más perfecta no sería más que un puro vegetar.
Decidí darme por satisfecho, disfrutar de mi existencia y elevarme más allá de los objetivos y propósitos finitos y, por tanto, despreciables. La misma naturaleza parecía apoyarme en esa empresa y me invitaba con cánticos corales hacia aquel futuro ocio, cuando de repente se manifestó una nueva visión. Yo era invisible y parecía estar en un teatro: a un lado estaba el conocido tablado, las lámparas y los cartones pintados; del otro, una inmensa muchedumbre de espectadores, un auténtico mar de cabezas ansiosas de conocimiento y de ojos interesados. A la derecha del proscenio, en lugar del decorado, había un dibujo de Prometeo modelando hombres. Estaba atado a una larga cadena y trabajaba con la mayor prisa y esfuerzo; a su lado estaban unos monstruosos oficiales de taller, que lo incitaban y azotaban incesantemente. Había gran cantidad de materiales; Prometeo sacaba el fuego de una caldera de carbón enorme. Del otro lado, estaba la figura muda del Hércules divinizado, con Hebe en el regazo, como se lo suele representar. En el escenario corría y hablaba una cantidad de figuras juveniles muy alegres y que parecían no vivir sólo para las apariencias. Los más jóvenes se asemejaban a amorinos; los más adultos, a imágenes de faunos; pero cada uno tenía sus propios gestos, su particular originalidad en el rostro. Todos tenían algún parecido con el diablo de los pintores o poetas cristianos; bien podría llamárselos sataniscos. Uno de los más pequeños dijo:
–Quien no desprecia tampoco puede apreciar; uno no puede cansarse de hacerlo, además, se espera que uno juegue con las personas. ¿No es cierta maldad estética una pieza esencial de la formación armónica?
–Nada más absurdo –dijo otro– que un moralista censurando el egoísmo. No: ¿qué dios que no hace de sí mismo su propio dios puede ser venerado por el hombre? Ustedes se equivocan al creer que tienen un yo; pero si insisten en creer como suyos su cuerpo y su nombre o sus cosas, por los menos tendrán arreglado un alojamiento por si aún llegase un yo.
–Ya pueden ponerse a adorar a ese Prometeo –dijo uno de los mayores–; él los hizo a todos ustedes y cada vez hace más de lo mismo.
En efecto, los oficiales arrojaban cada nuevo hombre, tan pronto estaba listo, entre los espectadores, donde inmediatamente dejaba de ser diferenciable. Así de iguales eran.
–¡El problema es el método! –continuó el satanisco–. ¿Quién piensa en hacer hombres por su propia cuenta? Esos no son, en absoluto, los instrumentos adecuados.
Mientras decía estas últimas palabras saludó a una figura tosca del dios de los jardines, que estaba al fondo del escenario, entre un Amor y una muy hermosa Venus desnuda.
–Nuestro amigo Hércules tenía toda la razón. Él, que en una noche se ocupó, para la salvación de la Humanidad, de cincuenta muchachas, en verdad, muchachas heroicas. También estranguló muchos monstruos feroces, pero el objeto de su actividad fue siempre un ocio noble, y por eso también ha entrado en el Olimpo. No como ese Prometeo, el inventor de la educación y la ilustración. De él tienen la incapacidad de no poder estar tranquilos nunca; de ahí viene que, cuando no tienen nada que hacer, buscan como tontos tener un carácter, o quieren estudiarse y examinarse el uno al otro. Una empresa indigna. Pero como Prometeo condujo a los hombres al trabajo, ahora tiene que trabajar, lo quiera o no. Se aburrirá de sobra y nunca se liberará de sus cadenas.
Al escuchar esas palabras, los espectadores rompieron en llanto y saltaron al escenario para expresar a su padre la más enérgica de las compasiones. Y así desapareció la comedia alegórica.
Extraído de Lucinde, 1799
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