Estamos hartos de esos pueblerinos nadando en las sopas coloridas de Gauguin y Van Gogh. Basta de dionisíacos pintores de brocha gorda; los oficiosos sobrinos de Matisse deberían recluirse en la bien alimentada y regordeta provincia. Esos pretextos insignificantes y efímeros sólo despertaron emociones en las habitaciones más perdidas o quedaron amontonadas y acumulan polvo en los pasillos traseros de pequeños industriales. Quizá se puedan salvar los marcos, valor real.
Los polos del arte contemporáneo están tensados a más no poder. Constructores, abstraccionistas [Gegenstandlose] establecieron la dictadura de la forma; otros, como Grosz, Dix y Schlichter, demuelen lo real con objetividad concisa, desenmascaran esta época y la obligan a la autoironía. La pintura, un medio de fría ejecución; la observación, un instrumento de implacable violencia. Una actitud tan incendiaria no tiene nada que hacer con la campechana pintura social; esto es comparable a la actitud de la lucha revolucionaria ante la jubilación wilhelminiana. La realidad burguesa –automatismo teatral, astuta estafa y sofocante probidad– es un anacronismo ridículo; esta sociedad es un negocio que ofrece servicios vomitivos. Naturalmente, no hay escasez de alumnos mofletudos y viejos que siguen produciendo estúpidamente imitaciones vacías de las fórmulas del maestrito, que hoy, con vehemencia y tarde, rechaza a sus niños mimados. El tiempo de los conciliadores bien puede haber terminado; en lugar de retratos serviles con costosos marcos, la innovación formal o la sinceridad provocativa están a la orden del día. Si un alemán quiere representar la realidad, ya no piensa en la primavera, en jarrones y en salones de cháchara. No sólo las primaveras activan el consumo de encantadoras naturalezas muertas; sobre todos escaras, abortos y abundantes enfermedades venéreas funcionan bien; la dulce primavera satiriza tramas escabrosas, abusos y despilfarros; el invierno ensucia con los pies mojados, con insumos de contrabando, con prostíbulos sobrecalefaccionados y con una inflación asesina. Simples y encantadores detalles del hediondo paisaje cotidiano.
Dix le mete una patada enérgica y técnicamente bien preparada en el culo gordo a esta época –mejor dicho, a su parodia–, le saca confesiones atroces y produce una descripción real de su gente, le roba un conjunto de rostros astutos que sonríen en una morisqueta grotesca. En París vive un gran y viejo pintor, Rouault, que le escupe al presente de manera similar: coronas de novia virgen, pecheras y medallas. Estos pintores están librando una guerra civil; todos se oponen a sus temas vomitivos, ya sea porque los acusan de abstractos o de observadores sociales. Ambos son ahora convenientes.
Una lucha de consignas contra estos tiempos ridículos; iconoclasia. Los pintores están en guerra, ya sea al crear formas o al arruinarlas por medio de representaciones grotescas, y su contraataque está cuidadosamente focalizado en el encanto marginal de los objetos y los individuos (un defecto). Apuntan con toda objetividad y disparan kitsch explosivo en la cabeza de sus contemporáneos.
Los cuadros de Dix son una carga violenta; son sobrios y carecen de esa afable y falsa actitud civil que con una eterna sonrisa quiere venderte un lindo juego de palabras en lugar de hechos. Una personalidad que no es más que un montón de chistes y anécdotas graciosas es un defecto, leña de árbol caído. Quien represente la realidad como Dix podría convertirse fácilmente en humorista. Dix se atreve al kitsch objetivo, es decir, al mundo ridículo del burgués hábilmente estúpido que chapotea en la grasa asfixiante de lo ordinario.
Dix comenzó con un enfoque peligrosamente literario; la imagen aún no absorbía la idea. Al principio estimulaba su pintura con explosiones suaves. Grosz y Schlichter comenzaron de manera similar; Georg, por cierto, inventó desde el inicio la composición espacial de lo grotesco. En el Dix del principio, todavía resuenan el tiro al blanco de feria y los asesinatos sexuales. Muy talentoso, pero algo limitado por esta mezcla. Romanticismo de noticias locales; periodismo algo infantil. Muy pronto prescindió de lo literario y encontró en el sensacionalismo al portador de su obra: ese elemento repugnante y siempre estúpido de lo ordinario. La anécdota quedó superada. Ahora Dix pinta cabezas de manera penetrante y convincente; carne y músculos en acción. Descubrió lo arrogantemente repugnante que, sentado en cualquier parte, engaña con frases estúpidas y virtuosas, y defiende una situación insostenible con el culo caliente de divisas; le da kitsch el kitsch. Pone a la pandilla en el lugar que se merece, negativo y embadurnado, sin aire y con un fondo cada vez más asfixiante por los ladrillos y la nada. Dix se da cuenta, con razón, que el asesino casual no es el verdaderamente peligroso; haciendo zancadillas y rompiendo huesos, las damas y los caballeros avanzan por el legítimo camino de la infamia. Es así como en lugar de anécdotas laboriosamente profundas y de una pobreza infinita, Dix presenta –como debería ser– hechos y actitudes permanentes con exquisitas habilidades pictóricas. Estos cuadros no son caricaturas,imposible. La nobleza ya suda caricatura de por sí. Allí es donde apunta Dix, el enérgico observador. Para él, un edificio en ruinas, una silla mullida, un irrigador y una prótesis se convierten en naturaleza. Pinta demasiado bien para ser el Gritzner de la izquierda, como el satisfecho liberal von Uhde. Dix enfrenta oficio y objetividad contra farsa y sensibilidad sórdida. Él le devuelve al burgués el kitsch en forma de puñalada; puede darse el lujo de hacerlo porque pinta muy bien; tan bien que su pintura aborta el kitsch, lo ejecuta. Se acabó la época del retrato inofensivo de los gánsteres y estafadores ricos. Dix pinta lo actual y así la derriba sin la opulenta solemnidad de un tarado encantador. Pintura, examen crítico.
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