Una vez, en una bella imagen, se me hizo presente la relación del poeta con lo existente, su “sentido”. Sucedió en la gran barca que nos trasladaba de la isla File a las extensas instalaciones de la presa de Asuán. Íbamos contracorriente, y los remeros tuvieron que esforzarse. Estaban delante de mí, eran dieciséis –si mal no recuerdo–, cuatro en cada fila: dos en el remo derecho, dos en el izquierdo. En ocasiones, uno se podía topar con la mirada de alguno, que por lo general, estaba vacía, en el aire, abierta, o solo era el punto por donde el caliente interior de esos jóvenes, alrededor del cual esos cuerpos cobrizos trabajaba, era liberado. Sin embargo, a veces, al levantar la mirada, uno podía sorprender a alguno en una profunda meditación, como si estuviera imaginando situaciones en las que estos personajes extrañamente vestidos podrían descifrarse. Al ser descubierto, abandonaba casi inmediatamente la dura y abstraída expresión. Por un momento, todos sus sentidos vacilaban, pero recuperaba enseguida su mirada animal, y la hermosa seriedad de aquel rostro mutaba en el habitual semblante de propina y la necia predisposición a deformarse y degradarse para agradecer. Pero en aquella humillación, que hacía mucho pesaba sobre la consciencia de los viajeros, también se consumaba su venganza, pues nunca dejaban de elevar su mirada al horizonte, más allá de los forasteros, con encendido odio, reluciente de conformidad que seguramente venía del más allá. Ya había notado al viejo que estaba en cuclillas, en la popa. Daba la impresión de que sus manos y pies estaban acostumbrados a estar en aquella posición, casi pegados, mientras entre ellos sostenía el palo del timón, que iba y venía con vida propia. Su cuerpo, cubierto de ropas sucias y desgarradas, no llamaba mi atención; su rostro, debajo del turbante gastado, era tan plano, que parecía el lente de un telescopio; tan plano que parecía que los ojos iban a chorrearse. Solo Dios sabe qué se ocultaba en él; parecía que podía transformarlo a uno en algo repulsivo; me hubiera gustado poder mirarlo con más detalle, pero me distraje un momento, y cuando me di la vuelta, estaba tan cerca como mis orejas, y me pareció demasiado llamativo estudiarlo de tan cerca. Además, el espectáculo del ancho río que venía a nuestro encuentro, el hermoso, siempre continuo espacio en movimiento en el que nos internábamos, era tan digno y reparador que renuncié al viejo, y, en cambio, me dediqué a estudiar, cada vez con más alegría, los movimientos de los jóvenes, que entre tanta intensidad y esfuerzo no perdían el ritmo. La corriente era tan fuerte que cada vez que descansaban, los enormes remos los elevaba de sus asientos, y tenían que apoyarse con una pierna en la fila delantera. Entonces, comenzaban una especie de conteo para no perder el ritmo que llevaban, aunque casi no tenían aliento; así eran sus pausas y tenían que hacerlas, pero en ocasiones, se daba una intervención inesperadamente –cosa que todos sentíamos– y no solo los ayudaba a mantener el ritmo, sino también les devolvía las fuerzas para seguir remando: como cuando niño muerto de hambre se lanza sobre una manzana y, radiante de alegría, descubre que el lado con que la sostiene todavía está entero.
Aquí ya no puedo callar más sobre el hombre que estaba sentado en la proa de la embarcación, a la derecha. Creí intuir su canto, aunque pude haberme equivocado. Cantaba sin previo aviso, en intervalos irregulares, y nunca cuando el cansancio dominaba a su alrededor; al contrario, ocurrió más de una vez que su canción encontraba a todos animados o directamente alegres; entonces todo concordaba. No sé hasta qué punto participaba del estado de ánimo del resto de la tripulación, todo eso estaba detrás de él; rara vez les dirigía una mirada, y si lo hacía, parecía no afectarle. Lo que parecía tener influencia sobre él era el puro movimiento, que coincidía en su sentir con la lejanía a la que estaba entregado, un poco decidido, un poco resignado. En él, el impulso de nuestra embarcación y la violencia de la fuerza que venía a nuestro encuentro encontraba momentáneamente un equilibrio… y de vez en cuando había un excedente: entonces cantaba. La barca dominaba la resistencia; en cambio él, el mago, transformaba aquello, lo que no se podía vencer, en una sucesión de largos y flotantes tonos, que no eran ni de aquí ni de allá, y que cautivaban a todos. Mientras que su entorno seguía relacionándose con lo inmediato y lo sometía, su voz alimentaba la relación con lo más lejano y nos unía a ello hasta arrastrarnos.
No sé cómo ocurrió, pero de pronto comprendí en aquella persona la condición del poeta, su lugar y función en el tiempo, y que se le puede negar cualquier lugar, menos aquel. En eso hay que tolerarlo.
Sämtliche Werke. Band 6, 1955, p. 1023-1024.