Hace muchos años vi, desde un tranvía, un afiche que, si las cosas fueran como tendrían que ser, habría tenido sus admiradores, historiadores, exegetas y copistas, como cualquier otra gran obra poética o de las artes plásticas. De hecho, era ambas cosas a la vez. Pero, como a veces sucede con ciertas impresiones profundas e inesperadas, el chok fue tan violento y la impresión me golpeó con tanta fuerza –por decirlo de alguna manera– que rompió los cimientos de mi conciencia y permaneció perdido en algún lugar de la oscuridad, irrecuperable. Sólo sabía que el afiche era de “Sal Bullrich” [Bullrichsallz] y que la bodega original estaba en un pequeño sótano en la Flottwellstrasse. Cada vez que pasaba por allí, sentía la tentación de bajarme del tranvía y preguntar por el afiche. Una tarde gris de domingo, fui a Moabid, al norte de la ciudad, un barrio que ya antes me había parecido como si hubiese sido construido exclusivamente para parecer fantasmal a esa hora del día. Sucedió hace unos cuatro años. Tuve que ir a la Lützowstrasse para pagar los impuestos aduaneros, según el peso de los edificios esmaltados de una ciudad de porcelana china que me había hecho enviar de Roma. Ya durante el viaje se habían manifestado varias señales que presagiaban un tarde importante. De hecho, culminó con el descubrimiento de un pasaje, una historia demasiado berlinesa como para contarla en este espacio parisino del recuerdo. Antes, me detuve con mis dos bellas acompañantes delante de un kiosco venido a menos que tenía la vidriera llena de afiches. Uno de ellos era “Sal Bullrich”. No tenía más que el nombre, pero alrededor suyo se formó de pronto, y sin esfuerzo alguno, aquel paisaje desértico del primer afiche. Lo había recuperado. Así era: en primer plano, un carruaje de carga tirado por caballos avanzaba por el desierto. Llevaba sacos con el nombre de “Sal Bullrich”. Uno de los sacos tenía un agujero, y, por él, la sal se había derramado por buena parte del camino. Al fondo del paisaje desértico, dos postes sostenían un gran letrero con las palabras “Es la mejor”. ¿Y el reguero de sal a lo largo del camino? Formaba letras y éstas, una palabra: “Sal Bullrich”. ¿No era la armonía preestablecida de un Leibniz una pavada en comparación con aquella tajante y programada predestinación en el desierto? ¿No había en aquel afiche una parábola de algo que en esta vida aún nadie ha experimentado? ¿Una parábola de la cotidianidad de la utopía?
Libro de los Pasajes, [G 1 a, 4]
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