Es notable cómo Hofmannsthal llama a ese “cierto-ser-uno” una existencia en el ámbito de la muerte. De ahí la inmortalidad de su “novicio” [Priesterzögling], aquel personaje de ficción –del que me habló en nuestro último encuentro– que recorrería las distintas religiones a través de los siglos como quien recorre las habitaciones de una casa. En 1930 en París, conversando sobre Proust, comprendí cómo en el espacio estrechísimo de una sola vida, este “cierto-ser-uno” y lo que fue conducen al ámbito de la muerte. Es cierto que Proust no elevó al ser humano, solo lo analizó. Sin embargo, su grandeza moral reside en un terreno completamente distinto. Se ocupó, con una pasión que antes de él ningún otro escritor había experimentado, de la fidelidad a las cosas que se cruzan en nuestra vida. Fidelidad a una tarde, a un árbol, a un rayo de sol sobre la alfombra, fidelidad a los trajes de gala, a los muebles, a los perfumes o a los paisajes. (El descubrimiento que finalmente hace en el camino a Méséglise es la más grande enseignement moral que Proust nos puede dar: una especie de transposición del semper idem). Admito que Proust, en un sentido más profundo, peut-être se range du côté de la mort. Su cosmos quizá tenga su sol en la muerte, en torno al que giran los momentos vividos, las cosas reunidas. “Más allá del principio del placer” es, probablemente, el mejor comentario que existe sobre la obra de Proust. Para entender a Proust quizá haya que partir del hecho de que su motivo sea el reverso, le revers, “moins du monde que de la vie même”. [S 2,3]
Walter Benjamin: "Para entender a Proust..." [S 2,3]
Buchwald
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