Reseña de Karl Blossfeldt, Urformen der Kunst [Formas originales del arte], edición e introducción de Karl Nierendorf. Berlín: Ernst Wasmuth Verlag, 1928.
Criticar es un arte social. Un lector en sus cabales no considera el juicio de un crítico. Pero lo que saborea con más intensidad es la deliciosa y mala costumbre de participar sin ser invitado en la lectura de otro. Abrir el libro de tal forma que invite a sentarnos a la mesa junto a todas nuestras ideas, interrogantes, convicciones, caprichos, prejuicios, pensamientos, para que una centena de lectores (¿serán muchos?) desaparezcan entre la multitud y, precisamente por eso, se sientan a gusto: eso es la crítica. Al menos es la única que despierta el apetito del lector por un libro.
Pongámonos de acuerdo por esta vez, las 120 láminas de este libro invitan a innumerables observaciones y a innumerables observadores. Y sí, le deseamos muchísimos lectores a esta riquísima obra, pobre sólo en palabras. Pero respetamos el silencio del científico que nos presenta estas imágenes. Quizás su conocimiento sea de esos que enmudecen a quienes lo poseen. Y aquí más importante que el conocimiento es la habilidad. Quien hizo estas fotografías es una persona capaz. Ha aportado a esa gran revisión del inventario perceptivo que va a cambiar nuestra visión del mundo de manera aún imprevisible. Demostró cuánta razón tenía Moholy-Nagy, el pionero de la nueva fotografía, cuando dijo: “Los límites de la fotografía son impredecibles. Todo es tan nuevo todavía que la búsqueda en sí misma ya conduce a resultados creativos. Evidentemente la técnica es la que le abre el camino. Los analfabetos del futuro no serán los que no sepan escribir, sino los que no sepan de fotografía”. Ya sea si aceleramos el crecimiento de una planta con una secuencia de fotografías o mostramos su figura agrandada cuarenta veces, en ambos casos explota –en los lugares menos pensados de nuestra existencia– un géiser de nuevos mundos icónicos.
Estas imágenes revelan un tesoro completamente insospechado de analogías y formas en la existencia de las plantas. Y sólo la fotografía puede hacerlo. Porque se necesita una gran ampliación de estas formas para quitar el velo que nuestra pereza les ha puesto encima. ¿Qué decir de un observador al que estas formas dan señales a través de ese velo? Nada puede representar mejor la verdadera nueva objetividad de su procedimiento que la comparación con el procedimiento del igualmente apreciado e incomprendido Grandville, tan poco objetivo y sin embargo tan brillante, y gracias al que, en sus Fleurs animée, hizo brotar un universo entero del reino vegetal. Grandville lo consigue –Dios sabe que sin delicadeza– desde el extremo opuesto. En esas criaturas puras de la naturaleza, las flores, imprime su marca de la infamia: el rostro humano. Este gran precursor de la publicidad dominó, como pocos, uno de sus principios fundamentales, el sadismo gráfico. Ahora bien, ¿no sorprende ver cómo otro principio de la publicidad, la gigantesca ampliación del mundo vegetal, cura suavemente las heridas que le había infligido la caricatura?
Urformen der Kunst, ciertamente. ¿Qué más puede significar que formas originales de la naturaleza? Formas, por tanto, que nunca fueron un simple modelo para el arte, sino que estuvieron desde un principio activas como formas originales de toda creación. En efecto, la ampliación de lo grande –por ejemplo, de la planta o de su capullo o de su hoja– da acceso a ámbitos formales completamente nuevos tanto como la ampliación de lo pequeño, por ejemplo, la célula vegetal bajo un microscopio. Y si nuevos pintores como Klee y más aún Kandinsky llevan tiempo intentando familiarizarnos con los terrenos a los que el microscopio quiere arrastrarnos con violencia y rudeza, en estas plantas ampliadas nos encontramos más bien con "formas de estilo" [Stilformen]]. En el báculo del cardenal, que parece representar un helecho, en la espuela de caballero y en la flor de la saxifraga, que hace honor a su nombre también en los rosetones de las catedrales, al atravesar sus muros, se siente una elección gótica. De la cola de caballo surgen las columnas más antiguas, de las flores de castaño y arce agrandadas diez veces surgen tótems, y el brote de un acónito se despliega como el cuerpo de una talentosa bailarina. De cada cáliz y de cada hoja encontramos imperativos icónicos internos, que, como metamorfosis, siempre tienen la última palabra en todas las fases y estados de lo generado. Esto toca una de las formas de creación más profundas e inescrutables, la variación, que siempre ha sido la primera entre las formas del genio, del colectivo creativo y de la naturaleza. Es la antítesis fecunda, la antítesis dialéctica de la invención: el natura non facit saltus de los antiguos. Si se me permite la atrevida conjetura, podría identificarse con el mismo principio vital femenino y vegetal. La variante es el consentimiento, eso que es maleable y que no tiene fin, lo astuto y lo omnipresente.
Pero nosotros, los observadores, paseamos bajo estas gigantescas plantas como liliputienses. El privilegio de libar todo el néctar de estos cálices sigue reservado a los grandes espíritus fraternales de ojos como soles, tal Goethe y Herder.
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