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  • Buchwald

Walter Benjamin: Autorretratos de quien sueña

El nieto


Habían decidido pasear con la abuela. En un carruaje. Era de noche. A través de las ventanas, vi, en algunas casas, la vieja luz del poniente. Me dije a mí mismo: esta es la luz de aquel entonces, la misma. Pero no pasó mucho antes de que una fachada encalada y deteriorada, aún en reparación, de una antigua casa me recordara el presente. El carruaje pasó por el cruce entre Potsdamer y Steglitzerstrasse. Mientras seguía su camino, de repente me pregunté: ¿cómo era antes, cuando la abuela aún vivía? ¿No había campanitas en el cabestrillo del caballo? Debería de poder oír si no hay. En ese mismo momento, agucé mi oído y, en efecto, escuché campanitas. Al mismo tiempo, el carruaje ya no parecía rodar sino deslizarse sobre la nieve. Había nieve en la calle. Las casas, con sus techos de formas extrañas, se juntaban en la parte superior, de modo que solo se podía ver un pequeño trazo de cielo entre ellas. Las nubes, que los techos cubrían casi por completo, tenían forma de anillos. Pensé en hacer una observación sobre esa nubes y yo mismo me sorprendí al escuchar como yo las llamaba “luna”. Al llegar al departamento de la abuela, resulta que habíamos traído todo lo necesario para agasajarnos. El café y la torta fueron llevados por el pasillo en una bandeja elevada. Ya me había dado cuenta de que se dirigía a la habitación de la abuela y me decepcionó que no se hubiera levantado. También en eso pronto me sentí inclinado a rendirme. Ha pasado tanto tiempo desde entonces. Cuando entré al dormitorio había una niña precoz acostada en la cama, llevaba una bata azul que ya no parecía fresca. No estaba arropada y parecía estar bastante cómoda en la cama amplia. Salí al corredor y vi seis o más camas para niños, una al lado de la otra. En cada una de las camas, había un bebé vestido como un adulto. En mi interior, no tuve más remedio que contar a esas criaturas como parte de la familia. Eso me dejó completamente desconcertado y me desperté.


El vidente


Por encima de una gran ciudad. Arena romana. Noche. Se está llevando a cabo una carrera de carros –se trata, como me sugirió una oscura certeza, de Cristo–. La meta está en el centro de la imagen del sueño [Traumbild]. Desde la plaza de la Arena, una colina descendía abruptamente hasta la ciudad. A sus pies me encuentro con un tranvía en movimiento, en cuya plataforma trasera veo a una conocida con la túnica rojo vivo de los condenados. El tranvía pasa rápido y, de repente, su novio está parado frente a mí. Los rasgos satánicos de su rostro indescriptiblemente hermoso emergen en una sonrisa contenida. En las manos, que levanta, sostiene un palillo y con las palabras: “Sé que sos el profeta Daniel” lo rompe sobre mi cabeza. En ese momento, me quedo ciego. Seguimos bajando por la ciudad; pronto entramos en una calle con casas a la derecha, campos abiertos a la izquierda y un portón al final. Avanzamos hacia él. Un fantasma aparece por la ventana de la planta baja de una casa que teníamos a la derecha. Y a medida que avanzamos, nos acompaña desde el interior de todas las casas. Atraviesa las paredes y siempre está a nuestra altura. Vi todo eso a pesar de estar ciego. Sentí que mi amigo sufría bajo la mirada del fantasma. Entonces cambiamos de lugar: yo quería estar del lado de las casas y protegerlo. Cuando llegamos al portón, me desperté.



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