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Rosa Luxemburg: Carta a Sophie Liebknecht, 23 de mayo de 1917

  • Foto del escritor: Buchwald
    Buchwald
  • 20 jul
  • 5 Min. de lectura

Wronke, 23 de mayo de 1917

 

Sonjuscha, querida mía,

 

Tu última carta del 14 (¡aunque con sello del 18!) llegó después de que enviara la mía. Me alegra mucho volver a estar en contacto con vos y hoy quiero enviarte un cálido saludo de Pentecostés.

 

“Pfingsten, das liebliche Fest, war gekommen.”

[Pentecostés, la encantadora festividad, había llegado.]

 

Así comienza Reineke, el zorro, de Goethe. ¡Ojalá pueda pasarla con algo de alegría! El año pasado, por Pentecostés, hicimos con Mathilde [Jacob] aquella hermosa excursión a Lichtenrade, donde recogí las espigas para Karl y esa rama maravillosa con amientos de abedul. Por la tarde, habíamos salido a pasear por los campos de Südende, como las “tres nobles damas de Rávena”, con rosas en la mano... Aquí también ya están floreciendo las lilas, hoy se abrió una; hace tanto calor que tuve que ponerme mi vestido de muselina más liviano. A pesar del sol y del calor, mis pajaritos han enmudecido casi por completo. Están claramente muy ocupados con la cría; las hembras se quedan en el nido y los machos tienen el pico lleno de trabajo, buscando alimento para sí y para sus compañeras. Probablemente estén anidando más en el campo o en árboles más altos. Por lo menos, ahora, mi pequeño jardín está en silencio. Solo de vez en cuando canta brevemente el ruiseñor o el verderón da sus golpecitos, o tarde por la noche, el pinzón lanza su canto. Mis carboneros ya ni se dejan ver. Ayer recibí, desde lejos, un breve saludo de un herrerillo azul y me estremeció por completo. El herrerillo azul, a diferencia del carbonero, no es ave residente, sino que vuelve con nosotros sólo a finales de marzo. Al principio, rondaba por mis ventanas, venía con los otros al alféizar y cantaba su gracioso “zizi bä”, tan largo que sonaba como el reto travieso de un niño malcriado. Siempre me hacía reír, y yo le respondía de la misma manera. Luego, a comienzos de mayo, desapareció con los demás, a criar en alguna parte del campo. No lo vi ni oí durante semanas. Ayer, de pronto, oigo, del otro lado del muro que separa nuestro patio de otro terreno de la prisión, el saludo conocido, pero completamente cambiado, muy breve y apresurado, tres veces seguidas: “zizi bä - zizi bä - zizi bä”, y luego, silencio.

 

El corazón me dio un vuelco, tanto decía ese llamado sintético y lejano: toda una pequeña historia del ave. Era, en efecto, un recuerdo del herrerillo azul a la bella época del cortejo, a comienzos de la primavera, cuando se pasaban el día entero cantando y llamando; pero ahora hay que volar todo el día y cazar mosquitos para sí y para la familia, así que solo queda una breve reminiscencia: “No tengo tiempo - ah, sí, fue hermoso - la primavera casi ha terminado - zizi bä - zizi bä - zizi bä - - -”. Creeme, Sonjuscha, que un llamado así de un pequeño pájaro, con tanta expresión, puede conmoverme profundamente. Mi madre, que consideraba a Schiller y a la Biblia como fuentes supremas de sabiduría, creía firmemente que el rey Salomón entendía el lenguaje de los pájaros. En aquel tiempo, yo solía sonreír con toda la superioridad de mis catorce años y de una formación científica moderna ante esa ingenuidad materna. Ahora, yo misma soy como el rey Salomón: también entiendo el lenguaje de los pájaros y de los animales. Por supuesto, no como si usaran palabras humanas, sino que comprendo los diversos matices y sentimientos que expresan en sus sonidos. Solo al oído tosco de alguien indiferente, el canto de un ave le suena siempre igual. Pero si se ama a los animales y se tiene sensibilidad hacia ellos, se descubre una gran riqueza expresiva, todo un lenguaje.

 

También este silencio general, después del bullicio de la primavera...

 

Sé que, si sigo acá en otoño –que con toda probabilidad sucederá–, volverán todos mis amigos y buscarán alimento en mi ventana. Ahora me basta la alegría que me da ese carbonero, con el que tengo una amistad muy especial.

 

Sonjuscha, te indigna mi prolongado encierro y te preguntás: “¿cómo es posible que unas personas puedan decidir sobre otras? ¿Para qué sirve todo esto?” Perdoná, pero al leerlo no pude evitar reír en voz alta. En Los hermanos Karamazov de Dostoievski, hay una tal Madame Chochlakowa que solía hacer exactamente ese tipo de preguntas, mirando desconcertada a todos en la reunión, pero antes de que alguien intentara siquiera responderle, ya había cambiado de tema. Mi pajarita, toda la historia cultural de la humanidad, que según cálculos modestos lleva unos veinte mil años, se basa precisamente en la “decisión de unas personas sobre otras”, lo cual tiene sus raíces profundas en las condiciones materiales de vida. Solo un desarrollo ulterior, doloroso, puede modificar eso. De hecho, ahora mismo, somos testigos de uno de esos capítulos dolorosos. ¿Y te preguntás para qué sirve todo esto? “¿Para qué?” no es, en realidad, una categoría adecuada para abarcar la totalidad de la vida y sus formas. ¿Para qué existen los herrerillos azules en el mundo? Sinceramente, no lo sé, pero me alegra que existan y siento un dulce consuelo cuando, de pronto, me llega desde el otro lado del muro un apresurado “zizi bä” a la distancia.

 

Por cierto, sobrestimás mi “serenidad”. Mi equilibrio interior y mi dicha pueden romperse con la más leve sombra que se pose sobre mí y, así, sufrir de un modo inefable; solo que, en esos momentos, tengo la particularidad de quedarme callada. Literalmente, Sonitschka, no puedo pronunciar ni una palabra. Por ejemplo, estos últimos días, me sentí alegre y contenta, disfruté del sol, y el lunes, de pronto, me envolvió un viento helado y tormentoso –no sé ni “para qué” ni “por qué”–, y mi luminosa alegría se tornó en la más honda aflicción. Y aunque se me hubiera presentado la dicha personificada, no hubiera podido articular ningún sonido, sólo hubiera podido lamentar mi desesperación con una mirada muda. Es cierto, son muy pocas las ocasiones en que me tienta hablar: paso semanas enteras sin oír mi propia voz.

 

Esa es, por cierto, la razón por la que tomé la heroica decisión de no traer acá a mi gata Mimi. Ese ser está acostumbrado a la vivacidad y al bullicio, le gusta que yo cante, me ría y juegue a las escondidas con ella por todas las habitaciones. Acá acabaría poniéndose melancólica. Así que la dejé con Mathilde. Mathilde va a venir a verme en los próximos días, y espero recobrarme un poco para entonces. Tal vez Pentecostés también sea para mí “la encantadora festividad”.

 

Sonitschka, tenés que estar tranquila y contenta por mí, todo saldrá bien, confiá.

 

Saludá a Karl de todo corazón.

 

Te abrazo mucho.

 

Tuya, Rosa.

 

Muchas gracias por el bello cuadrito.


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