Rosa Luxemburg: Carta a Sophie Liebknecht, 20 de julio de 1917
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Wronke, 20 de julio de 1917
Sonitschka, querida mía,
Ya que aquí mi muerte se demoró más de lo que supuse en un principio, quiero enviarte todavía un último saludo desde Wronke. ¡Cómo pudiste pensar que no iba a volver a escribirte! Mis sentimientos no cambiaron en nada, no pueden cambiar. No te escribí porque, desde tu partida de Ebenhausen, te imaginaba en medio de un torbellino con mil asuntos, y también, en parte, porque estuve sin ánimo para hacerlo. Ya debés saber que me trasladan a Breslavia. Esta mañana me despedí de mi pequeño jardín. El día está gris, lluvioso y tormentoso; por el cielo, corren nubes desgarradas y, sin embargo, disfruté, con toda el alma, mi paseo matutino habitual. Me despedí del sendero empedrado junto al muro, por el que anduve de un lado a otro durante casi nueve meses, y del que conozco cada piedra y cada yuyo que crece entre ellas. Lo que me interesa de las piedras del sendero son sus colores: rojizos, azulados, verdes, grises. Sobre todo durante el invierno largo, cuando el verde vivo se hacía esperar tanto, mis ojos hambrientos de color hallaron en las piedras algo de lo que nutrirse, algo que los estimulara. Y ahora en verano, ¡cuántas cosas curiosas e interesantes se pueden ver entre las piedras! Allí habita, por ejemplo, una multitud de abejas silvestres y avispas. Perforan agujeros redondos, del tamaño de una nuez, entre las piedras, y excavan luego túneles profundos. La tierra que sacan del interior la acumulan en pequeños montículos bastante bonitos. Dentro depositan sus huevos y producen cera y miel silvestre; es un continuo entrar y salir. Yo tenía que andar con cuidado en mis paseos para no aplastar aquellas viviendas subterráneas. Luego, en varios puntos, las hormigas cruzan el sendero en línea recta, yendo y viniendo sin cesar, con una rectitud tan marcada que parecen llevar en el cuerpo la fórmula matemática según la cual la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos (lo que, por ejemplo, era totalmente desconocido para los pueblos primitivos).
En el muro, crecen las malezas más exuberantes; algunas plantitas ya marchitas y deshaciéndose, otras que rebrotan incansablemente. Hay también toda una generación de pequeños arbolitos que, esta primavera, brotaron ante mis ojos en medio del camino y junto al muro; una pequeña acacia, evidentemente germinada este año a partir de una vaina caída del árbol viejo. Varios álamos plateados jóvenes, también nacidos en mayo, ya lucen una fronda abundante de hojas color blanco verdoso, que se mecen graciosamente al viento, igual que los árboles adultos. ¡Cuántas veces recorrí ese sendero, cuántas cosas viví y pensé mientras lo hacía! En pleno invierno, tras una nevada reciente, fui abriendo surcos con mis pasos, acompañada por mi amada pequeña carbonera, con la que esperaba reencontrarme en otoño y quien ya no me encontrará, cuando regrese al lugar de siempre a buscar comida, junto a la ventana.
En marzo, cuando entre fuertes heladas hubo algunos días de deshielo, mi sendero se convirtió en un arroyito. Recuerdo cómo, bajo el viento tibio, se rizaba la superficie del agua en pequeñas ondas, y cómo se reflejaban en ella, vívidos y brillantes, los ladrillos del muro. Luego, por fin, llegó mayo y, con él, la primera violeta junto al muro, la que te envié.
Hoy, mientras andaba por allí, contemplando y reflexionando, me rondaba en la cabeza un verso de Goethe:
“Merlin der Alte im leuchtenden Grabe
wo ich als Jüngling gesprochen ihn habe ...”
[Merlín, el viejo, en la tumba luminosa,
donde yo, de joven, lo escuché hablar…]
Conocés el resto. El poema, claro está, no tenía ninguna relación con mi estado de ánimo ni con lo que me preocupaba. Era solo la música de las palabras y el extraño hechizo del poema lo que me mecía en una quietud apacible. Ni yo sé de dónde viene ese efecto que un poema hermoso –y sobre todo uno de Goethe– tiene sobre mí en momentos de gran sensibilidad o conmoción. Es casi un efecto fisiológico, como si absorbiera un exquisito brebaje con labios sedientos, algo que me refresca por dentro y cura cuerpo y alma. El poema del “Diván de Oriente y Occidente” que mencionás en tu última carta, no lo conozco; por favor, transcribímelo. Y hay otro que hace tiempo quiero tener, que no está en mi librito de Goethe que tengo acá: “Blumengruß” [Ofrenda floral]. Es un poemita de cuatro a seis versos, lo conozco por una canción de Wolff que es indescriptiblemente hermosa. Especialmente los versos finales, que eran algo así:
Ich habe sie gepflücket
In heißer Sehnsuchtsqual,
Ich habe sie ans Herz gedrücket,
Ach, wohl eintausendmal!
[Las he arrancado
en la ardiente fiebre del deseo,
las apreté contra mi corazón,
¡ay, acaso mil veces!]
En la canción, el texto suena muy sagrado, delicado y puro, como arrodillarse en muda adoración. Pero ya no recuerdo el poema completo y me gustaría tenerlo. Ayer por la noche, cerca de las nueve, contemplé un espectáculo magnífico. Desde mi sofá, noté en el vidrio de la ventana un resplandor rosado que me sorprendió, porque el cielo estaba completamente gris. Corrí a la ventana y me quedé como hechizada. Sobre el fondo gris uniforme del cielo, se alzaba, al este, una gran nube de un color rosa de una belleza sobrenatural, completamente aislada de todo lo demás, parecía una sonrisa, un saludo desde una lejanía desconocida. Respiré hondo, como aliviada y, sin querer, extendí ambas manos hacia aquella imagen encantadora. Si existen colores así, formas así, se confirma lo hermosa que es la vida y lo digna de ser vivida, ¿no te parece? Me aferré con la mirada a aquella imagen resplandeciente y absorbí con los ojos cada rayo rosado, hasta que no pude evitar reírme de mí misma. ¡Santo cielo! El cielo, las nubes y toda la belleza de la vida no se quedan en Wronke, no tengo por qué despedirme de ellos; no, vienen conmigo y permanecerán conmigo, donde sea que yo esté y mientras yo viva.
Te escribiré pronto desde Breslavia. Vení a visitarme en cuanto puedas.
Saludos afectuosos a Karl.
Te abrazo mucho.
Hasta el reencuentro en mi novena prisión.
Tu fiel Rosa.

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