Mi pálida almohada: iceberg rodeado de noche.
Lo derrito con el ramo tropical de mi mano,
con lirios dorados y teñidos de cobre
(“Muchacha”, 37)*
Ovidio abre el proemio de su Metamorfosis con una sentencia entre mágica y promisoria: “In nova fert animus mutatas dicere formas corpora”. Formas que han cambiado, pero para habitar cuerpos exclusivamente nuevos. La lectura de este comienzo siempre ha sido en dos sentidos: esas formas son estéticas (la innovación estilística de Ovidio en la tradición del género en que se inscribe y la de él como poeta imperial “disidente”) y matéricas (los cuerpos de cada uno de los protagonistas del libro, un catálogo extensísimo de personajes mitológicos que van tejiendo una gran cosmogonía a partir de transformaciones físicas y anímicas).
Cuando uno lee La mujer y los animales de Kolmar, eso está ahí. Todo está ahí: una suerte de fascinación por expandir la realidad conocida hacia el mundo animal, vegetal, mitológico o simbólico, surreal y actual: cuerpos (materia) que adoptan formas nuevas porque van corriéndose del dolor, del peligro o de la opresión de lo cotidiano: la almohada pálida, la almohada iceberg, se transmuta en contacto con el calor de la mano que, a su vez, se ha vuelto flor. Poetas magos, Kolmar y Ovidio.
Aracne fue materia poética de ambos. Quién, si no ella (o su tramar), puede evocar la autorreferencialidad de la escritura. Kolmar escribe:
Cómo el hilo gotea y desciende,
cómo la bolita se entrelaza devanada
hasta que la mosca azul rocío se ahoga,
ya no lucha con sus pies que resisten,
hasta que la mosca azul rocío se adormece,
la cual, caída en desgracia, soy yo misma;
me balanceo en prisión de seda,
y la hora se arrastra sobre mí. (“Aracne”, 101)
El cambio de perspectiva aquí es un golpe letal: accedemos al poema sin poder abandonar la idea de una Kolmar Aracne o una voz lírica Aracne, pero de repente quien tensa los hilos se convierte en presa, en la oprimida mosca azul caída en desgracia en una prisión de seda y esperando la hora de su muerte. Porque lo que se nos dice sin rodeos es: esa mosca “soy yo misma”.
En su última carta antes de ser deportada a Auschwitz, Gertrud le confiesa a su hermana Hilde: “nunca escribo desde un sentimiento de grandeza o fuerza, sino siempre desde un sentimiento de impotencia”. Cuando la mosca se ahoga, el poema se prepara para una caminata cuesta arriba desde el pozo mismo de la desesperación. Kolmar y el poema, el poema y Kolmar. Se espejan y se recogen en su propia intimidad.
Ella, ermitaña o “vidente” (como le diría Nelly Sachs), refugiada en la finca de sus padres en Finkenkrug, en un entorno natural y por fuera de cualquier círculo literario berlinés de moda, escribe, en 1938, La mujer y los animales. Poco después, es obligada a vender la casa y a trabajar en una fábrica de cartón para el gobierno nazi. El sentimiento de soledad es mayúsculo, ella habla de un “egoísmo sentimental” que asalta a las personas como una plaga: nadie quiere escuchar las desgracias del otro, sólo narrar las propias.
Y el poema también es un minúsculo mundo interior replegado sobre sí mismo, pero encuentra su desvío (o salida) al metamorfosearse y desplegar mundos otros, que van generando también una nueva cosmogonía. No es casual que otro poemario suyo se titule Welten (Mundos). En esta creación (y valga para ambos sentidos: el poema mismo y los mundos del poema) intervienen animales: un sapo de cuerpo mudo que hace estallar en lágrimas a los claveles, un demon interior (“El demonio sapo”, 131); plantas: un sauce rubio se suelta el pelo y baña sus cabellos en una ola cansada que lo arrastra, o la nomeolvides, que recita un verso bajo lágrimas que son rocío (“Rana de estanque”, 105); cuerpos celestes: un comité de estrellas junto con una manada de corderos, agrupados como nubes, son fervientes voyeurs ante dos cuerpos en la penumbra (“Amantes”, 133); seres mitológicos: un dragón que, lejos de su fama legendaria, vive debajo del mar entre peces insignificantes (“Un dragón habla”, 123); figuras bíblicas: Judit y la cabeza muerta de Holofernes (“Judit”, 63), entre muchas otras más. Las formas del mundo conocido adoptan estas fuerzas (mutatas formas) y diagraman un nuevo corpus, un cosmos Kolmar (nova corpora), en La mujer y los animales.
Pero esta metamorfosis no es una retirada sino una existencia complementaria, por eso la palabra “metamorfosis” es la más adecuada. No corren realidades paralelas, el territorio propio, el conocido, se amplía en diferentes planos: cultural, donde también los marginales e inermes conforman una fuerza (un perro callejero que come basura, una indigente que ve brillo en los desechos, el ímpetu de una joven ladrona de joyas ante la falsa moral del bien y el mal, una salamandra que encarna la fealdad), onírico (“Los días también me han envuelto en sueños y las noches me han regalado marcas”, en “Noctua”, 111), y ontológico (los poemas “La poeta”, “La judía”, “La extranjera” son más que ilustrativos en la búsqueda del reconocimiento de una subjetividad). Algo de esto también menciona Mercedes Monmany en su ensayo Ya sabes que volveré.
En Falkensee, Brandeburgo, se sitúa un museo que ofrece una exposición permanente sobre el entorno natural y arqueológico del lugar. En ese espacio, Kolmar desarrolló gran parte de su poética. Y, por eso y en su honor, si uno visita el museo, puede hacer un recorrido de toda su obra. Salas, poemas, fauna y flores. Y así como los territorios-mundos kolmarianos se repliegan y expanden en variadas metamorfosis, también los tiempos-mundos de la poeta parecieran ser sincrónicos y no cronológicos: “Me gustaría preparar una exploración a mi propia tierra antigua.” (“La judía”, 13). Una expedición al territorio arcaico también lo es al futuro (el Gertrud-Kolmar-Rosengarten, quizá) nucleada en una metamorfosis actual (la Gertrud-Kolmar-Rose, quizá). En 2011, una nueva variedad de rosas en el jardín del museo fue patentada con el nombre de “rosa Gertrud Kolmar”, de ella se nos dice que es delicadamente perfumada con una doble flor de un sutil color salmón: una nueva creación, pero no la última metamorfosis de la poeta.
Y si Ovidio nos dio el puntapié inicial también nos dará el cierre. El epílogo a las Metamorfosis dice: cum volet, illa dies, quae nil nisi corporis huius / ius habet, incerti spatium mihi finiat aevi (Met. XV, 873-874), en español: “Que ese día que no tiene derecho más que a mi cuerpo/ acabe cuando quiera con el devenir incierto de mi vida”. En Kolmar ese día ha ejercido su jurisdicción sólo en un cuerpo (funesto devenir histórico) de los tantos cuerpos reales, oníricos, animales, vegetales, proféticos, presentes y cómplices en los que se han transmutado sus poemas.
¡Que también sigan vehiculizando corpora nova en nosotras y nosotros, sus lectores!
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* Todos los poemas que se citan corresponden a Kolmar, G. La mujer y los animales. Buenos Aires: Buchwald, 2024.
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