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  • Buchwald

Joseph Roth: Heinrich G., periodista de crónica roja (1929)

Heinrich G., un periodista de crónica roja, ejerce su profesión desde hace más de veinte años. Es un hombre corpulento, de rostro amistoso, redondo y sereno. No parece poseer la agilidad y ligereza propias de su profesión, tampoco capaz de mantener esa distancia crítica necesaria para soportar las atrocidades sobre las que informa. De hecho, da la impresión de ser el director de un teatro de marionetas, un fotógrafo callejero de esos que fotografían a enamorados al aire libre, y todo debido a su alegre desaliño, a sus pantalones arrugados que caen sobre las botas pesadas, a su despreocupado y caprichoso carácter, a su ancha y coqueta mariposa de seda marrón que revolotea sobre su chaleco. No se trata de un pañuelo, sino de un juguete de los vientos. La alegre tranquilidad de ese hombre parece recubrir su interés por los sangrientos horrores de la criminalística, como la atmósfera de un hermoso día de verano envuelve, antes de que entremos, a un gabinete del horror de figuras de cera. Es como si todo su ser estuviera orientado hacia los inofensivos placeres cotidianos. Pasea por las calles con el bastón en sus dos manos, echado en su espalda, como apoyado en él. Acostumbra parar en las vidrieras. Su mirada no busca los objetos detrás del vidrio, sino el aire, quizá su propio reflejo; tiene la mirada perdida de los soñadores, aquella que no busca nada en el cielo. En la calle, siempre se topa con alguno de sus tantos amigos. Son hombres grandes, gordos, con sombreritos de paño verde sobre sus cabezas rapadas: agentes de criminalística. Antes de que se acerquen, se quedan quietos. Su oficio los ha acostumbrado primero a observar cuidadosamente antes de acercarse y, después, a sorprender. Incluso cuando se trata de un amigo, lanzan su mano pesada sobre el hombro desprevenido y su boca parece decir: “En nombre de la ley...”; pero solo dejan resonar un potente: “¡Hola!”. Heinrich G. no hace caso. Lo sorprenden tantas veces en el transcurso del día, su hombro derecho recibe tantos golpes amistosos, sus oídos escuchan tantos “hola” joviales, que le hubiera llamado la atención poder mirar una vidriera por quince minutos sin que alguien le hable. Sin voltearse, responde: “¡Saludos!”. El otro también responde. Y solo después de un rato Heinrich G. lo mira y bautiza: “¡Ah, pero si sos Anton! ¡Pensaba que era Franz! Tienen exactamente la misma mano. ¡Mundo loco!”. Caminan. Apenas dan el primer paso, Heinrich G. saca un cigarro del bolsillo izquierdo superior de su saco. Lo mira de cerca, a la altura de sus ojos, lo hace girar y dice: “¡Un habano muy delicado!”. Se lo da a su amigo.


Casi todos sus colegas van apurados por las calles con un maletín en la mano. Solo él vagabundea sin rumbo fijo… y si alguna vez lleva un maletín, no está lleno de papeles o periódicos, sino de viandas, bifes jugosos, papas sabrosas, delicadas ensaladas. Le gusta ir temprano al mercado. Todos los puesteros lo saludan, y él les responde con un gesto que parece un saludo militar, pero solo con un dedo. Lo atienden enseguida. No necesita elegir. No dice una sola palabra. Espera, con el dedo apoyado al borde de su sombrero, el cigarro entre los labios. Los comerciantes buscan la mercadería, la empacan y la ponen en el maletín de Heinrich G. Y Heinrich G. paga. Todo transcurre en total silencio. Los demás clientes esperan.


Sus colegas tienen horarios fijos de oficina. Heinrich G. trabaja de paso. A veces entra a un café, saluda, busca el teléfono, saca del bolsillo de su sobretodo unos papeles arrugados, llama a su redacción y dicta alguna tragedia sangrienta. Siempre da la información básica: nombres, fechas, hechos. No son oraciones, sino un punteo. Algo así: “Hoy, 26 de abril, encontraron muerta a Henriette Kralik, asesinada, policía, pista, jornalero Richard Josef Haber, 32 años, antecedentes penales, ilegal”. Dicta una docena de asesinatos, asaltos, robos a bancos y casas; después, vuelve a encender su cigarro y sale del café, siempre con un dedo apoyado en el borde de su sombrero. ¿Cómo se entera de todas esas atrocidades? Las saca del aire, quizá de las vitrinas, de los “hola” con que sus amigos lo saludaron. Antes del mediodía, pasa por la comisaría de policía. El guardia de la entrada lo saluda y recibe de Heinrich G. un cigarro. En la penumbra de los largos pasillos de brillantes picaportes de porcelana, Heinrich G. entreabre una puerta tras otra, mete la cabeza por el resquicio, y, mientras dice “¡Buen día!”, en su mano izquierda, apoyada en su espalda, su bastón se mueve como si tuviera una conexión fisiológica con su lengua y sus labios. “¡Buen día!” se escucha de vuelta. Cierra la puerta, abre otra. A veces –nunca supe la razón–, Heinrich G. entra en una de las oficinas y permanece dentro unos minutos. Reaparece silbando. Sus labios forman un extraño punto rojo en su rostros. La melodía deja entrever que se enteró de algo. Entreabre la siguiente puerta. “¡Buen día!”. Después va al segundo piso. En la escalera, siempre está saludando, siempre saluda a todos los que suben y bajan. Ya en el segundo piso, en donde el pasillo es más luminoso, vuelve a repetir su ronda de saludos. Sale de la comisaría por una puerta trasera. Se despide del guardia. Este también recibe un cigarro de Heinrich G.

A la tarde, cuando los demás están listos para irse a casa, pasa por la redacción. Entra en su despacho, que es amplio y vacío, enciende la lámpara, se sienta en su escritorio y echa a la basura los papeles y documentos que lo habían estado esperando toda la mañana sobre su escritorio. Son informes policiales. Conoce su contenido. Acababa de visitar la fuente. Esos informes le molestan. Hace mucho que pasó la información relevante al diario. Además, seguro que su información es más completa. La mesa queda vacía. El tintero seco, las plumas oxidadas y rotas. Heinrich G. no escribe. No necesita escribir. Allí está, en su mesa vacía. Saca del cajón un puñado de “habanos muy delicados”, vuelve a cerrarlo y sale. Tal como lo hizo en la comisaría, pasa por todas las puertas de la redacción diciendo: “¡Buenas noches!”. Los cadetes que esperaban en el vestíbulo reciben habanos. Llama a un restaurante. Cinco minutos después, llega un mesero con una enorme bandeja. Echa humo. El jarro de cerveza tiene una espuma espesa y blanca. El mesero recibe un habano.


Nada más sucedió. Nada más tengo que contar. Así, tal como lo describí, es Heinrich G., periodista de crónica roja.


Frankfurter Zeitung, 28.4. 1929

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