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  • Buchwald

Hans Fallada: Madre vive de su pensión (1932)

Tiene setenta y seis años y está seca de tanto haber trabajado en su vida; su cabeza tiene la forma de un pájaro y en su cuello cuelga la piel estirada. Durante los últimos años, su voz se volvió muy aguda, grita porque ya no puede calcular el volumen: sus oídos sordos ya no perciben sonido alguno.

A pesar de tener siete hijos que están con vida, por cuatro marcos al mes le alquila un altillo a unos desconocidos. Recibe una pensión de treinta y cinco marcos que le permiten vivir “bien”, si no fuera porque el invierno es muy largo y no le alcanza para el carbón. Ella no hace cuentas en marcos , sino en pan. Cuando le bajaron dos marcos de la pensión, repetía: “Imaginátelo, son cuatro panes. ¡Cuatro panes!”.


El pan era la piedra angular de su existencia, todo giraba alrededor de él. Ella sabe mejor que nadie el significado del pan, y, sobre todo, sabe qué significa no tener pan. Hubo una época en la que parecía llegar por sí mismo, nunca se acababa, siempre se podía comer otro pedazo. Y también hubo épocas en las que solo podía mirar aquellos cuerpos marrones desde la vidriera de la panadería, todo iba mal, los niños lloraban. También superó aquella época, ya no sabe cómo. Comenzó a haber pan, no de golpe, vino lentamente, y todos estaban satisfechos.

Luego inventaron esa cosa tan buena: la margarina, que era mucho mejor que la melaza de antes o que la jalea de ciruelas. Sí, el mundo avanzaba, a los pobres no les iba peor, de alguna forma lograban sobrevivir, Dios sabe cómo.

A los ricos –y la riqueza comenzaba para ella muy abajo– nunca les envidió nada. Las vidrieras, los vestidos, las pieles, aquellas mujeres tan blancas, felices y ágiles, con manos de un blanco purísimo, con manos delicadas y tersas, todo eso era otro mundo, uno lejano, inalcanzable, no le interesaba.


Sus dedos son amarillo marrón y duros como las garras de un pájaro, están torcidos, ya no puede estirarlos. Siempre llevaron un instrumento de trabajo, el mango de alguna herramienta, la empuñadura de un pelapapas. ¿Cuántos miles de quintales peló en su vida? Imposible saberlo.

Hoy sigue pelando, todos los días, todos los meses. A las ocho de la mañana deja su altillo, camina diez calles, y llega a la fonda de su hijo. Allí permanece hasta la tarde, pela, lava, y por su trabajo recibe comida. Por cierto, a la nuera no le hace ninguna gracia, la vieja no trabaja lo suficiente. Pero como es sorda, no la escucha quejarse. El hijo tiene un local que funciona, un Opel, se lo ve satisfecho y contento, por lo general algo borracho. “Dejá a mi vieja en paz, si es como un pajarito”. Ella le está agradecida, no conoce el dicho:

Wer seinen Kindern gibt das Brot,

und leidet nachher selber Not,

den schlag man mit der Keule tot"


[Quien con el sudor de su frente alimenta a sus hijos,

y luego pasa necesidad,

a ese con la maza hay que eliminar].


Ella está contenta de que sus hijos sean gente de bien.


Ningún otro hijo quiere tener contacto con ella. Cuando va la dejan en una esquina o la marginan. “Si madre vive de su pensión”. Pero el séptimo, del que nunca esperó nada bueno –porque tiene sus favoritos, claro–, el séptimo es el mejor. No se vieron en veinte años –¿o fueron treinta?– pero siempre le envió algo de dinero. Cinco, diez marcos: ella lo ahorra. Con ese dinero va a pagarse un buen entierro. Es un buen muchacho, y ella nunca lo quiso de verdad.


Por lo menos una vez al mes hace todo un viaje para llegar al cementerio. Visita a su marido. Lleva once años de fallecido, pero ella todavía le cuenta todo, vive prácticamente con él. El día que lo visita, les pide flores a las vecinas. Ellas se burlan: que lo salude de parte de la señora Rohwedder, de parte de Toni Menzel. Ella no le dice que el ramo de flores es regalado, ella misma lo compró. Los hombres no necesitan saberlo todo. No está triste, no llora; con su chillona voz infantil le cuenta cualquier cosa. ¿Por qué estaría triste? Sus hijos son gente de bien, tiene un techo sobre su cabeza y pan. ¿Qué más se le puede pedir a esta vida?


Ernst Barlach, Sitzende Alte

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