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Franz Kafka: Carta a Max Brod, 5 de julio de1922

  • Foto del escritor: Buchwald
    Buchwald
  • 21 sept
  • 7 Min. de lectura

Querido Max, después de una noche de insomnio, la primera en Planá, no puedo hacer nada, pero tal vez pueda entender tu carta mejor que de costumbre, incluso, mejor que vos, aunque quizás la entienda demasiado bien y exagere, porque tu caso es diferente al mío en el sentido de que, pese a que tampoco es realmente real, está más cerca de la realidad que el mío. Lo que me sucedió es esto: como sabés, se suponía que tenía que ir a Georgental y nunca tuve ninguna objeción al respecto; si alguna vez dije que ahí había demasiados escritores, fue una premonición, pero no una objeción seria, fue solo por pura vanidad. De hecho, de cerca, admiro a cada escritor (por eso también quería ir a ver a Gabriela Preissová, de quien también tu esposa me desaconsejó). Aunque admiro a todas las personas, en particular, admiro a los escritores, sobre todo a los que no conozco en persona; me es inimaginable cómo se han instalado tan bien en este reino etéreo y terrible y cómo gestionan allí una vida tan ordenada; la mayoría de los escritores que conozco me parecen, al menos en persona, cómodos, hasta Winder, por ejemplo. Y en un grupo de tres, sería ideal, porque no dependería de mí en absoluto, podría mantenerme al margen y aun así no estar solo, que es lo que me da miedo. Y también tendría un apoyo en Oskar, a quien quiero y es amable conmigo. Y volvería a ver esta parte del mundo, después de ocho años, Alemania. Y es barato y saludable. Y aunque con Ottla aquí es hermoso, sobre todo ahora que recuperé mi antigua habitación, justo a fin de este mes y en el próximo, vendrán invitados de la familia del cuñado, y el espacio volverá a estar limitado. Estaría bueno si me fuera, y volver luego, ya que Ottla se queda hasta finales de septiembre. Aquí no hay una brecha entre la razón y el sentimiento, el viaje es recomendable en todo sentido. Y ahora, ayer, llegó una carta muy amable y detallada de Oskar: consiguió una hermosa y tranquila habitación con balcón, sofá, buena comida y vista al jardín por 150 marcos al día, solo tengo que aceptar o, más bien, ya acepté de antemano, porque ya le había dicho que, si encontraba algo así, definitivamente iría.


¿Y entonces qué es lo que pasa? Para decirlo de manera muy general, tengo miedo del viaje. Un poco me lo imaginaba, porque la ausencia de una carta de Oskar, en los últimos días, me alegró.

Pero no es miedo a viajar en sí mismo. Después de todo, también viajé para llegar hasta aquí, aunque solo fueron 2 horas y ahora serán 12, y el viaje me pareció aburrido, pero por lo demás indiferente. No es miedo a viajar, como se supo hace poco, por ejemplo, de Myslbek, que quería ir a Italia y tuvo que dar la vuelta en Beneschau. No es miedo a Georgental, donde, si es que llego a ir, me acostumbraré de inmediato, seguramente esa misma noche. Tampoco es falta de voluntad, en la que la decisión solo llega cuando la razón ha calculado todo con precisión, lo cual es casi siempre imposible. Aquí hay un caso límite en el que la razón realmente puede calcular y llega al resultado, una y otra vez, de que debo ir. Más bien es miedo al cambio, miedo a atraer la atención de los dioses sobre mí con una acción que, para mis circunstancias, pueda ser desmedida.


Después de dejar que todo fuera y viniera en mi cabeza durante la noche de insomnio de hoy, la primera en Planá, de nuevo me di cuenta de lo que casi había olvidado en el último período de tranquilidad: que vivo sobre una base débil o incluso inexistente, sobre una oscuridad cuyo poder surge a su antojo y, sin prestar atención a mi tartamudeo, destruye mi vida. La escritura me mantiene, pero ¿no sería más correcto decir que mantiene este tipo de vida? Con eso, por supuesto, no quiero decir que mi vida sea mejor cuando no escribo. Más bien, es mucho peor y completamente insoportable y terminaría en la locura. Pero eso, por supuesto, solo bajo la condición de que yo, como es realmente el caso, incluso si no escribo, soy un escritor, y un escritor que no escribe es una absurdidad que desafía la locura. Pero ¿qué hay del ser escritor en sí? La escritura es una recompensa dulce y maravillosa, pero ¿por qué? Por la noche se me aclaró con la lucidez de un ejemplo visual infantil que es la recompensa por servir al diablo. Es ese descender a los poderes oscuros, esa liberación de espíritus que, por naturaleza, están atados, abrazos cuestionables y todo lo demás que pueda pasar allá abajo, de lo cual uno ya no sabe nada cuando escribe historias a la luz del sol. Quizás haya otra forma de escribir, yo solo conozco esta; por la noche, cuando el miedo no me deja dormir, solo conozco esta. Y lo diabólico en ello me parece muy evidente. Es la vanidad y la búsqueda de placer que revolotean sin cesar alrededor de la propia figura o de la de un extraño –el movimiento se multiplica, se convierte en un sistema solar de vanidad– y las disfruta. Lo que el hombre ingenuo desea a veces: “Me gustaría morir y ver cómo me lloran”, un escritor así lo hace realidad, él muere (o no vive) y se llora a sí mismo continuamente. De ahí viene un terrible miedo a la muerte, que no tiene por qué manifestarse como miedo a la muerte, sino que también puede aparecer como miedo al cambio, como miedo a Georgental. Las razones del miedo a la muerte se pueden dividir en 2 grupos principales. El primero: tener un miedo terrible a morir porque aún no se ha vivido. Con esto no quiero decir que se necesiten una esposa e hijos, un campo y ganado para vivir. Lo necesario para vivir es solo renunciar al autoplacer: entrar en la casa, en lugar de admirarla y coronarla. Contra esto se podría decir que es el destino y que no está en manos de nadie. Pero entonces, ¿por qué uno se arrepiente y por qué no cesa ese arrepentimiento? ¿Para hacerse más bello y preciado? También eso. Pero ¿por qué, además, la última palabra en esas noches es siempre: podría vivir y no vivo? El segundo grupo –tal vez sea solo uno, ahora no logro distinguirlos– es la consideración: “Lo que he representado va a suceder de verdad. No me redimí a través de la escritura. He estado muriendo toda mi vida y ahora moriré de verdad. Mi vida fue más dulce que la de los demás, mi muerte será mucho más terrible. El escritor en mí, por supuesto, morirá de inmediato, porque una figura así no tiene base, no tiene consistencia, ni siquiera está hecha de polvo; solo es posible en la vida terrenal más loca, es solo una construcción de la búsqueda de placer. Ese es el escritor. Yo mismo, sin embargo, no puedo seguir viviendo, ya que no he vivido, me he quedado como arcilla, no he convertido la chispa en fuego, solo la usé para iluminar mi cadáver”. Será un entierro peculiar, el escritor, es decir, algo que no existe, entrega el viejo cadáver, el cadáver de siempre, a la tumba. Soy lo suficientemente escritor como para querer disfrutar de eso en un total autoolvido –no vigilia, el autoolvido es el primer requisito del oficio de escritor– con todos los sentidos o, lo que es lo mismo, contarlo, pero eso ya no sucederá. Ahora ¿por qué solo hablo de la muerte real? En la vida es lo mismo. Me siento aquí en la cómoda postura del escritor, listo para todo lo hermoso, y debo observar, sin hacer nada –porque ¿qué puedo hacer sino escribir?– cómo mi verdadero yo, este pobre e indefenso (la existencia del escritor es un argumento en contra del alma, porque el alma obviamente ha abandonado al verdadero yo, pero solo se ha convertido en escritor, no ha avanzado más; ¿podría la separación del yo debilitar tanto el alma?), por cualquier motivo, un pequeño viaje a Georgental [palabras ilegibles], (no me atrevo a dejarlo así, tampoco es correcto de esta manera), es pellizcado, golpeado y casi triturado por el diablo. ¿Con qué derecho tengo miedo yo, que no estaba en casa, de que la casa de repente se derrumbe? ¿Acaso sé lo que precedió al colapso? ¿No fui yo quien emigró y dejó la casa a merced de todas las fuerzas del mal?

Anoche le escribí a Oskar, mencioné mi miedo, pero le confirmé mi llegada. Todavía no le envié la carta y, entretanto, llegó la noche. Quizás espere una noche más; si no lo supero, tendría que retractarme. Con ello, estará decidido que no se me permita más salir de Bohemia, me limitaré a Praga, luego a mi habitación, luego a mi cama, luego a una postura corporal determinada y luego a nada más. Quizás entonces, voluntariamente –la voluntad y la alegría son lo que importa–, pueda renunciar a la felicidad de la escritura.

Para dar un toque literario a toda esta historia –no soy yo quien lo hace, sino la situación– debo añadir que, en mi miedo al viaje, también influye la idea de que me alejaré de mi escritorio al menos unos días. Y esta consideración ridícula es en realidad la única justificada, porque la existencia del escritor realmente depende del escritorio; en realidad, si quiere escapar de la locura, nunca debe alejarse de él, debe aferrarse con los dientes.


El escritor, un escritor así (y la explicación de su efecto, si es que hay alguno), se define por ser el chivo expiatorio de la humanidad, el que permite que las personas disfruten de un pecado sin culpa, casi sin culpa.

Anteayer, casualmente estaba en la estación de tren (mi cuñado quería irse, pero luego no lo hizo), cuando casualmente el tren expreso de Viena se detuvo ahí porque tenía que esperar al tren expreso que iba a Praga, y casualmente estaba tu esposa, una linda sorpresa, hablamos unos minutos, me contó sobre el cierre de la novela.


Si voy a Georgental, en diez días estaré en Praga, felizmente acostado en tu sofá y me leerás. Pero si no voy...

[Escrito en el sobre] Le telegrafié a Oskar, no había otra manera, no había otra forma de controlar la ansiedad. Ya la primera carta que le escribí ayer me resultó muy familiar, así solía escribirle a Felice.

 

 
 
 

Buchwald Editorial, 2025, Buenos Aires

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