Berta Zuckerkandl-Szeps: Vestidos de la Wiener Werkstätte
- Buchwald

- 19 oct
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WIENER ALLGEMEINE ZEITUNG, 29 DE ABRIL DE 1911
Así que, una vez más, aparece el vestido artístico [Künstlerkleid], cuya idea se remonta tan lejos como el desarrollo de las artes aplicadas modernas. Ha pasado por fases dolorosas, porque, digámoslo abiertamente, fue un parto prematuro. En aquel entonces, en el período de Sturm und Drang del jugendstil, cuando la tarea inminente de reformar una cultura encendió toda la fantasía artística, la silueta del cuerpo femenino de la segunda mitad del siglo diecinueve se percibió, por primera vez, como antiestética. La vestimenta femenina, ya sea que cubra o descubra, siempre responde, en su sentido más íntimo, a un ideal artístico erótico. Y la importancia de la apariencia femenina también depende de la fuerza y el desarrollo noble de un “arte” que configura la época. No podía extrañar que, en una época tan decadente e incapaz de toda autoformación, que pudo mantenerse viva aproximadamente entre 1870 y 1890 sólo a partir de préstamos del pasado, la moda también recurriera a la imitación barata. La fachada del cuerpo femenino de entonces tampoco se correspondía con su esquema. Prevalecía una línea corporal que, mediante la constricción, lograba desagradables falsificaciones de las proporciones; prevalecía la más completa anarquía en la relación lógica entre estructura y atavío del vestido. Donde no hay un piso cultural bien nutrido y bien preparado, la cuestión del toilette desciende al nivel de los commis-nouveautés, vendedores de novedades. Por lo tanto, la tarea más importante de los artistas de nuestro tiempo debe ser volver a crear una atmósfera que pueda proporcionar los nutrientes necesarios para la germinación y el desarrollo de un nuevo florecimiento femenino.
Solo una vez se creó el espacio; solo una vez el estilo se volvió orgánico, tuvo en cuenta el espíritu de nuestro tiempo; solo una vez los nuevos valores cromáticos, cuyo ritmo resuena vibrante tanto en la poesía como en la música, despertaron un nuevo sentido de las armonías; sólo en ese momento el estilo femenino pudo recuperar el apoyo artístico.
Esto lo dije hace diez años, cuando, al igual que hoy, estuve, en las buenas y en las malas, con los artistas contemporáneos. Para gran enojo de esos mismos artistas, quienes, en ese momento, calificaron mi aversión a esos homúnculos que llamaron “vestido reformista” como un cristianismo barato y dependiente de la moda parisina. Y, sin embargo, el movimiento artístico “por la reforma femenina”, orquestado en Alemania, había sido un comienzo falso: Schultze-Naumburg, un valioso promotor cultural y van der Velde, un genio pionero en el campo de las artes aplicadas, se convirtieron en adeptos de una secta terrible que se esforzaba por mezclar ideales naturalistas con la ropa interior de Jäger, ideales de ascetismo dietético con el café de Lahmann, prédicas de andar descalzos, devotos del corsé, para crear un estilo de “autenticidades”. Los fundamentos del vestido reformista y –lo que era aún más lamentable en un sentido estético– las formas de la ropa interior se erigieron sobre una base higiénico moral.
Ante ideas tan inmaduras –aunque, en un principio, adecuadas–, los artistas ofrecieron una paráfrasis artísticamente inmadura. La idea básica –todavía completamente diletante– de crear vestimentas basadas en puntos de apoyo orgánicamente lógicos no podía producir aún una síntesis artística, una fórmula abarcadora. Sólo la clarificación científica y social, tamizada por la exploración práctica del problema de cómo el cuerpo femenino podría recuperar la gracia en libertad y cómo los órganos oprimidos podrían ser liberados del tormento de la atadura, ha enfrentado al arte con una tarea objetiva. Hasta entonces, trabajaba únicamente la fantasía desregulada. Tanto del lado de los reformadores higiénicos como del lado de los reformadores artísticos de lo femenino.
¡Fuera el corpiño!, gritaron algunas. Y a otros, que venían precisamente del prerrafaelismo de Burne-Jones y llegaban a la idealización efébica aún más arrebatadora de la feminidad de Beardsley, les sobrevino la fascinante visión de líneas esbeltas como lirios, fluidas, que reflejaban cada inflexión del cuerpo. Al trasladarse a la realidad, se demostró (lamentablemente, solo después de años de obstinada insistencia) que jamás pudo haber sido la necesidad más íntima del organismo femenino el mantener en líneas estéticas su cuerpo, naturalmente destinado a la irregularidad, sin una envoltura que lo sujetara ni una ayuda de soporte.
Este sentimiento recorre la transformación de la indumentaria hasta el pasado más lejano. Hace poco tiempo se desenterraron en Cnosos, Creta, pequeñas figuras de terracota que predicaban el ideal de esbeltez con una línea encantadora. Vestidos de princesa fuertemente escotados y muy ajustados al cuerpo; serpientes enrolladas que rodean las caderas para acentuar aún más su tendencia descendente. Estas damas de la moda son de la Edad del Bronce, alrededor del 3000 a. C. Las griegas, que siempre se nos presentan como ejemplo de la revelación perfecta de la naturaleza, sentían exactamente lo mismo; en lugar de corpiños, se ponían ingeniosos vendajes bajo los delatores drapeados. En tiempos de Cleopatra, se sabía, con infinita paciencia, enrollar cintas cortadas del ancho de un dedo alrededor de los muslos, la pelvis y las caderas. Y cuando el cristianismo desarrolló la separación de la falda y torso como acento de la vestimenta femenina, tanto las soberanas de la moda en Borgoña como, más tarde, las leonas del Renacimiento eligieron las corazas que se mantenían unidas, a menudo, construidas con cartón, para la idealización de su línea. Sin embargo, la tontería reformista de Alemania pretendía que la misma exigencia moral de la “sinceridad del material”, establecida para las artes aplicadas, se fijara también para la estética corporal de la mujer moderna. El análisis del desarrollo histórico del traje de los pueblos civilizados no muestra un momento similar. La mujer nunca accedió a exhibir como materialmente auténticos los sacrificios de belleza que se veía obligada a hacer a la maternidad.
¿Acaso no había una solución que pudiera poner fin al mal intolerable y perjudicial para la salud de la mujer y de su descendencia que implicaba ceñir la cintura sin aniquilar la estética de la línea? ¡Ay! cómo me hostigó van der Velde cuando le reproché a sus primeras creaciones de vestidos ser bolsas sin corte, sólo con ornamentos, que nunca podrían servir al ritmo de un cuerpo femenino en su juego vital. Y cuando grité profetizando: ¡La forma del vestido también debe nacer de ese espíritu de taller [Werkstättengeist: rigor artístico y calidad en manufactura] que ustedes persiguen para toda creación artística! Únicamente con teorías sociales, con ideología artística no se logrará una solución objetiva. Solo la mujer artísticamente cultivada y sus “ayudantes”, es decir, aquellas fuerzas que han llevado el arte de la sastrería artesanal a la más alta calidad, encontrarán la expresión material adecuada para lograr el ideal de una forma.
La salvación tenía que venir de París. Francia, que hoy ni siquiera puede ser mencionada en la competencia de las naciones en la nueva formación de su arquitectura, sus artes aplicadas, sus diseños espaciales; Francia, que tuvo que ceder su liderazgo celosamente guardado en asuntos de cultura sensual, primero a Inglaterra y luego a Austria y Alemania, solo ha conservado un campo: la moda femenina. Pero aquí impera sin restricciones como antes. Y cuando la parisina también fue alcanzada por la tendencia que impulsaba, en toda Europa, el cultivo de una cultura corporal racional, la idea de la reforma pronto adoptó la idea de la forma. El tipo de corsé higiénico, que imposibilita un ceñido central y casi sin varillas rígidas, simplemente un enveloppe de cadera que deja el busto libre, dio la base estructural necesaria. Y se convirtió en la nueva línea. La parisina pur sang y el sastre artístico crearon, en una conjunción ideal de sensibilidad, conocimiento de la tradición, disposición a la transformación, fantasía voluntaria y sentido estilístico, la silueta femenina del vingtième siècle. Se enlaza en cierta medida con el traje del Imperio, busca todos los acentos que, en el pasado, el arte figurativo encontró para el ideal del efebismo y da al momento higiénico de la libertad de movimiento deportiva y social de la vida moderna de la mujer una allure dégagée (actitud desenfadada).
Se preguntarán, entonces, qué tuvo que ver el artista en esta creación. Tuvo el rol de creador. Creó los elementos, a partir de los cuales, la nueva envoltura corporal pudo surgir. Para los artistas, la cristalización del estilo de la época surge de los procesos de desarrollo sociales, filosóficos, civilizatorios y éticos. Y el intelecto sensible de la mujer artísticamente cultivada debe ser el filtro que extrae los dictados de la moda de las leyes del arte.
Sin embargo, el desarrollo vienés del vestido artístico tomó otros caminos. Porque tenía que surgir de premisas fundamentalmente diferentes. Aquí la tradición había muerto, la cual nos muestra a la vienesa de antaño como una persona sensible que disfruta de las mentalidades artísticas. Fue el trabajo arduo de la educación artística que la Wiener Werkstätte llevó a cabo, un estadio preliminar necesario para la posibilidad de que, finalmente, resurgiera el “modelo vienés”. Una cultura de los sentidos elevada incluye necesariamente una cultura elevada de la moda. Y las mujeres, a las que se les devuelve el sentido de autenticidad a través de cualquier formación, pronto comprenden las leyes estéticas de la composición del traje. También, en el vestido, es necesaria la lógica de la estructura y la conexión orgánica entre el fundamento y el adorno. Una condición que surge del corte nunca debe marcarse sólo como un garabato superficial. El anudado de una faja, los apliques que deben sentirse como continuos, nunca deben aparecer sólo como una trompe-l'oeil. Junto a tales sinceridades técnicas, vuelve a honrarse el respeto por los valores artísticos de los tejidos. La porquería de fábrica de los adornos de confección, que suelen deshonrar al toilette más complejo, es nuevamente desplazada por los encajes y bordados hechos a mano. Los botones, las hebillas, los cordones y las pasamanerías vuelven a ser un noble ejercicio artesanal.
La Wiener Werkstätte busca guiar a la sastrería vienesa a tales puntos culminantes. Quiere crear el “modelo vienés”: modelos ejemplares, por así decirlo, que influyan artísticamente en la moda, pero que también se inspiren en ella. Los artistas líderes de la Wiener Werkstätte tuvieron que entrenarse para este trabajo con años de autodisciplina. En el arte textil han encontrado telas inimitables, únicas en ornamento y encanto cromático, para toilettes originales. Ya el año pasado ampliaron, de manera creativa, la esfera del bordado ornamental con sus fajas; han adquirido experiencia y han aprendido a diferenciar entre el toque audaz que el toilette de la “indefinida” puede tener en el varieté, y la línea estricta de la “dama” que nunca debe faltar, ni siquiera en un vestido ideado con fantasía. Aquí no se debe pensar en una serie de modelos fabricados para la demanda del mercado (incluso el elegante). Lo que se persigue es que cada “salón” presente dos o tres vestidos artísticos en cada temporada, además de sus modelos ya existentes. Tales ejemplos deben ser un curso de refinamiento del gusto que, repetido una y otra vez, atraería lentamente a aquellas mujeres y a ese arte de la sastrería para quienes la creación del toilette no es solo un asunto social, sino también artístico.
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La presentación de estos “estímulos” en el campo de la moda femenina, que tuvo lugar el viernes y el sábado en los estudios del Wiener Werkstätte, ofreció un espectáculo interesante. Maniquíes lucieron toilettes diseñados por el Profesor Hoffmann y, principalmente, por el director de este departamento, el arquitecto Wimmer. Sombreros, fajas, bandas para la cabeza complementaron el espectáculo. Sobre todo, son las telas estampadas (foulard, voile, lino) las que, por su encanto especial de color y patrón, superan con creces las colecciones francesas, procesadas de manera uniforme por todo el mundo de la moda. Luego destaca el trabajo de la bordadora. Hay puños, ribetes, incluso motivos completos de vestidos que no tienen nada que envidiar a la noble técnica del arte de la aguja chino antiguo o indio. Finalmente, la conexión imaginativa con la moda del Directoire y del Empire se expresa en los detalles finos de flores estilizadas envueltas en seda; de ornamentos florales hechos de relieves de terciopelo aplicados; de cinturones de filigrana. La línea del vestido no es tan envolvente como lo exige la silueta parisina. Porque la Wiener Werkstätte se esfuerza precisamente por individualizar el corte de moda para la figura de la mujer vienesa. Sin embargo, aquí será necesaria una síntesis más estricta y concisa de los dibujos de moda a ejecutar. El sastre todavía no siempre expresa completamente la voluntad del artista. Un error que la familiaridad de la colaboración pronto debería eliminar. Pero lo que ya impacta en estos vestidos es el extracto de una idea decorativa de la época. Es la muestra de un conjunto en corte, color, adorno y todos los accesorios que determinan el carácter respectivo de un toilette. Y en él vive la enseñanza artística de cómo las casualidades del capricho de la moda se transforman en estilo.
Una parisina asistió a la presentación. Y, de hecho, una parisina que goza del alto honor de ser una de las clientes favoritas de Monsieur Poiret. Le pregunté: “¿Qué dirían las casas de moda parisinas sobre estos 'modelos vieneses'?” “Hay dos corrientes”, me respondió mi experta. “La serie de 'salones' que patrocinan el vestido del temps des stabiles rechazarían las ideas muy ingeniosamente lanzadas aquí. Pero hay una élite de créateurs de modes que busca revivir el vestido artístico, la más noble cultura propia desde Luis XVI hasta después de la Restauración. Si no me equivoco, serán estas fuerzas las que probablemente obtendrán el liderazgo en la próxima década, porque gradualmente el deseo de un nuevo estilo de vida finalmente se despierta también en París. Encuentro cierta afinidad estilística entre las ideas que la Wiener Werkstätte desarrolla aquí con el toilette y aquellas creaciones que son ejecutadas por artistas y formadores de moda con visión artística en los talleres parisinos.”
Hoy ya se sabe que el desarrollo de las artes aplicadas modernas tiene una importancia eminentemente económica. Se trata nada menos que de la conquista del mercado mundial. Cuán a menudo se ha dicho que Austria no sabe cómo aprovechar económicamente los valores que sus artistas han creado. Ahora es la cuestión del “modelo vienés” la que, puesta sobre una base completamente nueva por los artistas, puede dar el impulso para una gran política de expansión de nuestros logros artísticos.

































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