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  • Buchwald

Karl Marx: El carácter de fetiche de la mercancía y su misterio

A primera vista, una mercancía parece ser una cosa natural y trivial. Al analizarla, queda claro que se trata de algo sumamente problemático, lleno de sofismas metafísicos y caprichos teológicos. En tanto valor de uso, nada tiene de misteriosa, sea considerada a partir de su capacidad para satisfacer las necesidades humanas o porque adquiere esa capacidad al ser un producto del trabajo humano. Ahora bien, es evidente que el ser humano transforma con su trabajo la forma de las materias primas. La forma de la madera, por ejemplo, se transforma cuando con ella se hace una mesa. Sin embargo, la mesa sigue siendo madera, algo completamente ordinario y sensible. Pero apenas pasa a estar disponible como mercancía, se transforma en una cosa sensible-metafísica. No solo se mantiene en pie con sus patas apoyadas en el suelo, sino que, ante las otras mercancías, se pone de cabeza y desarrolla caprichos mucho más extraños que ponerse a bailar por voluntad propia.

Por lo tanto, el carácter místico de la mercancía no proviene de su valor de uso. Tampoco de la naturaleza de los factores que determinan el valor. Pues, en primer lugar, no importa lo útil que pueda ser un trabajo o una actividad productiva, se trata de funciones fisiológicas del organismo humano, y cada una de ellas, sin importar su naturaleza y forma, es solo el gasto del cerebro, nervios, músculos, órganos sensoriales, etc. En segundo lugar, con respecto a todo lo que fundamenta cuantitativamente el valor, es decir, la duración de aquel gasto o la cantidad de trabajo, es evidente que existen diferencias entre la cantidad de trabajo y la calidad del mismo. El tiempo de trabajo necesario para producir medios de subsistencia siempre ha preocupado a las sociedades humanas, aunque, según el estado de su desarrollo, con mayor o menor interés. Por último, apenas los seres humanos comienzan a trabajar los unos para los otros, cualquiera sea la forma, su trabajo asume una forma social.

¿Entonces de dónde proviene el carácter enigmático del producto del trabajo cuando adopta la forma de mercancía? Evidentemente de esa misma forma. La igualdad entre las actividades humanas se crea objetivamente cuando sus productos tienen el mismo valor; la relación de la fuerza laboral que se utiliza y su duración se crea en el valor que alcanzan los productos; por último, la relación entre los productores, en donde se afirma el carácter social de su trabajo, se crea en las relaciones sociales entre los productos del trabajo.

Lo misterioso de la mercancía consiste simplemente en que refleja el carácter social del trabajo humano en el producto concreto de ese trabajo como naturaleza social inherente a la mercancía, y así, también la relación entre los productores y su trabajo total como una relación social, no entre ellos, sino entre los productos de su trabajo. Este quid pro quo hace que el producto del trabajo se convierta en mercancías, en objetos que son, al mismo tiempo, perceptibles e imperceptibles. Lo mismo sucede cuando la luz que un objeto refleja no es percibida por nosotros como un estímulo subjetivo de nuestros nervios ópticos, sino como la forma objetiva de algo fuera de nuestro ojo. Pero en el acto sensorial de mirar hay una transmisión de luz entre una cosa y otra, del objeto externo al ojo. Se trata de una relación física entre cosas físicas. En cambio, entre las cosas que potencialmente pueden ser mercancías y la relación de valor entre los productos del trabajo que las forman, no hay absolutamente ninguna conexión de naturaleza física, ni de relaciones que se derivan de tal naturaleza. No es más que una relación social entre seres humanos que asume para ellos la fantasmagórica forma de una relación entre cosas. De ahí que para poder formular una analogía eficaz necesitemos adentrarnos en al ámbito religioso. Aquí, las creaciones de la mente humana tienen vida propia, son seres autónomos que se relacionan entre ellos y con los seres humanos. Así sucede en el mundo de las mercancías con el producto del trabajo. A esto lo llamo el fetichismo, que se pega a los productos del trabajo apenas son producidos para ser mercancías, y, por lo tanto, es inseparable de su producción.

Este carácter fetichista del mundo de las mercancías se origina, tal como el análisis anterior ya lo demostró, del peculiar carácter social del trabajo que las produce.

Los objetos de consumo se convierten en mercancías solo cuando son el producto del trabajo privado autónomo. El conjunto del trabajo privado constituye el trabajo total de la sociedad. Y como los productores no tienen contacto social entre ellos hasta que intercambian el producto de su trabajo, el carácter específicamente social de su trabajo no aparece sino únicamente en ese intercambio. O, el trabajo privado es solo parte del trabajo de la sociedad por medio de la relación de intercambio establecida directamente entre productos, e, indirectamente, entre ellos, los productores. De ahí que para estos, la relación que conecta su trabajo privado con el resto no aparece como relación social directa entre individuos que trabajan, sino como lo que realmente son: relaciones materiales entre personas y relaciones sociales entre cosas.

Solamente al ser intercambiados es que los productos del trabajo adquieren un valor socialmente uniforme, distinto a su objetividad de uso sensorialmente diversa. Esta división entre cosas útiles y cosas con valor se da solo cuando el intercambio está tan extendido y es tan importante que se producen cosas útiles para ser intercambiadas, y, por lo tanto, su valor es considerado en la producción misma. A partir de ese momento, el trabajo privado de los productores adquiere un doble carácter social. Por un lado, en cuanto forma concreta de trabajo útil, tiene que satisfacer necesidades sociales concretas, y así demostrar ser parte del trabajo total, de un sistema natural, caracterizado por la división social del trabajo. Por otro, solo satisface las diversas necesidades de sus propios productores, pues todo trabajo privado útil es intercambiable con cualquier otra clase de trabajo privado útil, y, por tanto, son equivalentes. La igualdad toto cœlo [total] de los trabajos más diversos solo puede existir como resultado de la abstracción de sus desigualdades reales, en la reducción a su carácter común que posee en cuanto gasto de fuerza humana de trabajo, o trabajo humano abstracto. En el cerebro de los productores privados se refleja el doble carácter social de su trabajo en las formas del trabajo práctico cotidiano, es decir, en el intercambio de productos. Así, el carácter socialmente útil de su trabajo está condicionado por que el producto del trabajo no solo tenga que ser útil, sino útil para otros; y el carácter social del trabajo, que surge de la igualdad con todos los demás, toma aquello que es común a esas cosas que son producto del trabajo: el valor.

Y si la relación entre los productos del trabajo humano genera valor, no es porque se considere a esos objetos meros portadores materiales del trabajo humano homogéneo. Todo lo contrario. En el intercambio se equipara a los distintos productos con algún valor, y, al mismo tiempo, se equiparan las distintas formas de trabajo que se aplicaron en su producción al trabajo humano. No sabe que lo hace, pero lo hace. Y es por eso que el valor no es evidente. Más bien, transforma cualquier producto en un jeroglífico social. El ser humano busca descifrar ese jeroglífico para entender el secreto de sus productos sociales; y es que hacer de un objeto de uso un valor, es un producto social, tanto como lo es el lenguaje. Un descubrimiento científico reciente demuestra que los productos del trabajo, en la medida en que son valores, no son más que meras expresiones objetivas del trabajo humano empleado en la producción. Se trata de un hito en el desarrollo de la humanidad, pero en modo alguno disipa la bruma de objetividad que envuelve al carácter social del trabajo. El hecho de que en la forma particular de producción que estamos estudiando, es decir, la producción de mercancías, el carácter social del trabajo privado independiente consista en su igualdad con respecto a toda clase de trabajo, y, por lo tanto, asuma el valor del producto, es para los productores, antes y después del descubrimiento ya mencionado, tan real y definitivo como el hecho de que, tras el descubrimiento de los gases que componen el aire, la atmósfera, en cuanto algo material, permaneció inalterada.

En la práctica, lo que más interesa a quienes intercambian mercancías es saber cuánto producto ajeno obtendrán por propio; es decir, en qué medida son intercambiables los productos. Apenas esas proporciones adquieren cierta estabilidad al volverse cotidianas, parecen originarse de la naturaleza de los productos del trabajo, y así, por ejemplo, una tonelada de hierro y dos onzas de oro tienen el mismo valor, como una libra de oro y una libra de hierro pesan lo mismo, por más que sus propiedades físicas y químicas sean distintas. De hecho, el valor de los productos del trabajo solo se consolida cuando funciona como magnitud de valor. Estas cambian constantemente, ajenas a la voluntad, las previsiones o los actos de los sujetos del intercambio. Para ellos, su propia acción social tiene la forma de un movimiento de cosas que los controlan, en lugar de ellos controlarlas. Es necesario que la producción de mercancías se desarrolle completamente para que pueda surgir, a partir de la pura experiencia, la convicción científica de que las distintas formas de trabajo privado, cada una ejercida independientemente de la otra, en cuanto ramas naturales de la división social del trabajo, son reducidas cuantitativamente a las necesidades de la sociedad, pues en las relaciones de intercambio entre sus productos, fortuitas y siempre cambiantes, el tiempo de trabajo socialmente necesario para su producción se impone con violencia como ley natural, así como la ley de la gravedad se impone cuando a uno se le cae la casa encima. La determinación de las magnitudes de valor por el tiempo de trabajo es, por lo tanto, un misterio, oculto en las aparentes fluctuaciones que afectan a los valores relativos de las mercancías. Su descubrimiento elimina la noción de mera casualidad que tiene la determinación del valor alcanzado por los productos del trabajo, pero no elimina la forma de esa determinación.

La reflexión en torno a la forma en que vivimos, y, por consiguiente, su análisis científico, es completamente opuesta a su desarrollo real. Comienza post festum, es decir, con los resultados del desarrollo. El valor que impone el carácter de mercancía a los productos del trabajo, es decir, anterior a su circulación como mercancías, posee la estabilidad de las prácticas naturalizadas de la vida social mucho antes de que el ser humano se haya propuesto entender, no su carácter histórico –que, más bien, ya es para él como algo inmutable– sino su contenido. Fue así como solo el análisis de los precios de las mercancías llevó a la determinación de las magnitudes del valor, y como solo la expresión colectiva de las mercancías en dinero fijó su carácter de valor. Pero es precisamente esa forma definitiva –dinero– del mundo de las mercancías la que vela, en lugar de revelar, el carácter social del trabajo privado, y así, las relaciones sociales entre los trabajadores privados. Cuando digo que una saco, un par de botas, etc., se relacionan con el lienzo porque es la encarnación del trabajo humano abstracto, parece un disparate. Pero cuando los productores de sacos, botas, etc., relacionan esas mercancías con el lienzo –o con el oro y la plata, lo que en nada modifica la cuestión– como su equivalente universal, están expresando la relación entre su trabajo privado y el trabajo total de la sociedad con el mismo sinsentido.

Las categorías de la economía burguesa están constituidas por semejantes formas. Se trata de categorías de pensamiento socialmente válidas que expresan las relaciones que caracterizan ese modo de producción social históricamente determinado: la producción de mercancías. Todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y los fantasmas que envuelven a su producción, desaparece apenas buscamos otros modos de producción.

Como a la economía política le encantan las robinsonadas, ocupémonos primero de Robinson en su isla. Humilde por naturaleza, tiene, sin embargo, que satisfacer diversas necesidades y, por tanto, ejecutar diversos trabajos útiles, fabricar herramientas, hacer muebles, domesticar llamas, pescar, cazar, etcétera. Rezos y cosas por el estilo no entran en consideración, porque esas actividades causan placer y nuestro Robinson las considera distracciones. Pese a la diversidad de sus funciones productivas, sabe que se trata de distintas formas de ocupación del mismo Robinson, es decir, nada más que diferentes modos del trabajo humano. La necesidad lo obliga a distribuir meticulosamente su tiempo entre sus distintas funciones. Que una ocupe más tiempo de su actividad global y la otra menos depende de la mayor o menor dificultad que haya que superar para conseguir el efecto de utilidad que busca. Nuestro Robinson aprende de la experiencia, y como salvó del naufragio un reloj, el libro mayor, tinta y pluma; lleva, como buen inglés, su propia contabilidad. Su inventario incluye un registro de los objetos útiles que posee, de las operaciones necesarias para su producción, y, por último, del tiempo de trabajo promedio que necesita para elaborar determinadas cantidades de esos productos. Todas las relaciones entre Robinson y las cosas que conforman su riqueza, que él creó, son tan simples y transparentes que hasta el mismo señor Max Wirth, sin esforzarse mucho, las entendería. Y, sin embargo, en ellas están todas las determinaciones esenciales del valor.

Ahora trasladémonos de la luminosa ínsula de Robinson a la sombría Edad Media europea. En lugar del hombre independiente, aquí todos son dependientes: siervos y terratenientes, vasallos y señores feudales, legos y clérigos. La dependencia personal caracteriza tanto las relaciones sociales de producción material así como las otras esferas de la vida que se estructuran a partir de dicha producción. Pero precisamente porque las relaciones personales de dependencia construyen la base social dada, el trabajo y sus productos no necesitan asumir una forma fantástica, diferente de su realidad. Ingresan al mecanismo social como servicios y prestaciones en especie. Aquí, la forma natural del trabajo, su particularidad, y no como en una sociedad basada en la producción de mercancías, su forma general y abstracta es lo que constituye su forma social de trabajo. La servidumbre se calcula por el tiempo, tal como el trabajo que produce mercancías; pero cualquier siervo sabe que se trata de una cantidad determinada de su propia fuerza de trabajo al servicio de su señor. El diezmo que se le entrega al clérigo es más diáfano que su bendición. Independientemente de cómo juzguemos los papeles que representan las personas en la sociedad medieval, las relaciones sociales entre las personas en sus trabajos se muestran como sus propias relaciones personales y no están disfrazadas de relaciones sociales entre las cosas, entre los productos del trabajo.

Para estudiar el trabajo colectivo, es decir, directamente socializado, no necesitamos remontarnos al momento de su origen, en los umbrales de la historia de cualquier pueblo civilizado. Un ejemplo más cercano nos lo ofrece la industria patriarcal de una familia campesina que, para subsistir, produce cereales, ganado, hilo, lienzo, prendas de vestir, etc. Esta variedad de objetos se comporta para la familia como el producto de su trabajo, pero entre ellos no como mercancías. El trabajo que generan esos productos –agricultura, ganadería, hilar, tejer, confeccionar prendas, etc.– es en sí mismo una función social, pues tal como en la producción de mercancías, la familia tiene su propia división natural del trabajo. Género y edad, así como las cambiantes condiciones naturales, regulan la distribución del trabajo y el tiempo de trabajo de cada uno de sus miembros. El gasto temporal de fuerzas individuales de trabajo, opera en este caso como una parte de toda la fuerza de trabajo de la familia, y así, las fuerzas individuales solo actúan como órganos de la fuerza de trabajo colectiva de la familia.

Por último, imaginémos, para variar, una comunidad de personas libres que trabajan con medios de producción colectivos y emplean conscientemente su fuerza de trabajo de forma colectiva y social. Todas las determinaciones del trabajo de Robinson se reiteran aquí, solo que de manera social en lugar de individual. Todos los productos de Robinson eran exclusivamente su producto personal y, por tanto, sus objetos de uso. El producto total de la comunidad es un producto social. Parte de este producto vuelve a servir como medios de producción y no deja de ser social. Otra parte se consume como medios de subsistencia. Por lo tanto, es necesario que sea distribuida entre los miembros de la comunidad. La distribución va a variar según la organización productiva de la comunidad y el nivel histórico de desarrollo de los productores. Solo para mantener la analogía con la producción de mercancías, vamos a suponer que la participación de cada productor en los medios de subsistencia está determinada por su tiempo de trabajo. En tal caso, el tiempo de trabajo desempeñará una doble función. Su distribución socialmente planificada determina la proporción adecuada entre las funciones laborales y las distintas necesidades. También sirvirá como indicador de la participación individual del productor en el trabajo común, y así, de la parte individualmente consumible del producto común. La relación social del ser humano con su trabajo y con el producto del mismo, sigue siendo, aquí, sencilla tanto en la producción como en la la distribución.

Para una sociedad de productores de mercancías, cuyas relaciones sociales consisten en tratar a sus productos como mercancías, es decir, como valores, y así reducir su trabajo privado a trabajo humano indiferenciado, la forma de religión más adecuada es el cristianismo, con su culto del hombre abstracto, y sobre todo en su forma burguesa, en el protestantismo, deísmo, etc. En los modos de producción paleoasiático, antiguos, etc., la transformación de los productos en mercancía y, por tanto, la transformación de los seres humanos en productores de mercancía desempeña un papel subordinado, pero que adquiere más importancia en la medida en que una comunidad entra en decadencia. Verdaderos pueblos mercantiles solo existen en los intermundos del pasado, como los dioses de Epicuro, como los judíos en los poros de la sociedad polaca. Aquellos antiguos organismos de producción son muchísimo más sencillos y transparentes que los burgueses, pero son el resultado de la falta de la individualidad humana, aún unidos al cordón umbilical que los conecta con su especie, o en relaciones de dominación y servidumbre. Están condicionados por el bajo nivel de desarrollo de sus fuerzas productivas de trabajo y, por lo tanto, por las relaciones restringidas de los hombres dentro del proceso material de producción de su vida, entre sus miembros y con la naturaleza. Esta restricción se refleja perfectamente en los viejos cultos a la naturaleza y en religiones populares. El reflejo religioso del mundo real no desaparecerá mientras las circunstancias de la vida práctica no representen para el ser humano, en su cotidianidad, relaciones perfectamente inteligibles entre ellos y con la naturaleza. El proceso vital de la sociedad, es decir, el proceso material de producción, solo perderá su velo místico cuando sea considerado como el producto de seres humanos libremente asociados, y esté sometido a su control planificado y consciente. Sin embargo, algo así requiere de la sociedad una base material o una serie de condiciones materiales de existencia, que son, a su vez, el producto natural de un prolongado y penoso desarrollo histórico.

Es cierto que la economía política ha analizado, aunque de manera incompleta, el valor y su magnitud, y conoce el contenido oculto en esas formas. Pero nunca se ha preguntado por qué el trabajo es representado por el valor de su producto, por qué el tiempo de trabajo por la magnitud de ese valor. Estas formas, que obviamente pertenecen a una formación social donde el proceso de producción domina al ser humano, en vez del ser humano dominarlo, son para la conciencia burguesa una necesidad natural tan evidente como el trabajo productivo mismo. De ahí que se trate a las formas preburguesas de producción social de la misma manera que a los Padres de la Iglesia en las religiones precristianas.

Hasta qué punto parte de los economistas se deja engañar por el fetichismo inherente a las mercancías o por la apariencia objetiva de las determinaciones sociales del trabajo, se muestra, entre otras cosas, en la tediosa y banal controversia en torno al papel de la naturaleza en la formación del valor de cambio. Este es un comportamiento social que expresa el trabajo empleado en una cosa, y por lo tanto, la naturaleza tiene tan poca relación con él como con el mercado cambiario.

La mercancía apareció temprano en la historia porque es la forma más general y rudimentaria de la producción burguesa, y, aunque en aquel entonces no tenía la misma influencia y características de nuestros días, su carácter de fetiche es relativamente fácil de comprender. Pero al tratar con formas concretas, hasta esa apariencia de sencillez parece desvanecerse. ¿De dónde provienen las ensoñaciones del sistema monetarista? Para este, el oro y la plata, cuando servían como medio de intercambio pecunario, no representaban una relación social de producción, sino objetos naturales portadores de extraños atributos sociales. Y la economía moderna, que valora tan poco al sistema monetario, ¿no pone en evidencia su fetichismo apenas trata con capital? ¿Hace cuánto se disipó la ilusión fisiocrática de que la renta del suelo surgía de la tierra, no de la sociedad?

Para no anticiparnos, limitémonos a un ejemplo más sobre la mercancía. Si pudieran hablar, dirían: “nuestro valor de uso puede ser de interés para los seres humanos. En cuanto objetos, no es parte de nosotros. Lo que sí es parte de nosotros es nuestro valor. Nuestro movimiento como mercancías lo demuestra. Solo somos valores de cambio”. Ahora, escuchemos al alma de esas mercancías expresarse por medio de los economistas: “el valor (valor de intercambio) es un atributo de las cosas; la riqueza (valor de uso), es un atributo del ser humano. En este sentido, el valor implica necesariamente un intercambio; la riqueza no. La riqueza (valor de uso) es un atributo del ser humano, el valor un atributo de las mercancías. Un individuo o una comunidad son ricos; una perla o un diamante son valiosos… Una perla o un diamante son valiosos en cuanto perla o diamante”.

Hasta ahora, ningún químico ha descubierto valor de cambio en la perla o en el diamante. Los padres económicos de esa sustancia química, que por cierto alardean de su “profundidad crítica”, consideran que el valor de uso de las cosas no depende de sus propiedades objetivas, mientras que su valor les es inherente en cuanto cosas. Se justifican con la curiosa particularidad de que el valor de uso de las cosas se da para el ser humano sin intercambio, o sea, en la relación directa con la cosa, mientras que su valor, por el contrario, solo en el intercambio, es decir, en el proceso social. Es difícil no pensar aquí en el buen Dogberry, cuando le explica al sereno Seacoal:

“Ser un hombre lindo es cosa del azar, pero saber leer y escribir es cosa de la naturaleza”.

Fuente: http://www.mlwerke.de/me/me23/me23_049.htm#Z25

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