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Stanley Kubrick y Nouvelle-sueño: la paradoja de lo real


Ojos bien cerrados (Eyes wide shut, 1999) es la última película que dirigió Stanley Kubrick antes de morir y la que basó, finalmente, en la novela de Arthur Schnitzler Nouvelle-sueño (Buchwald, 2017), tras haber adquirido los derechos a principios de los setenta. Resulta curioso que muchos de los críticos de este film (O'Connor; Atkinson; Gross; Avery) no hayan focalizado en esta referencia para el tratamiento de las líneas argumentales. Sin embargo, ambos ponen a funcionar una maquinaria narrativa y estética muy similar entorno a infinitas preguntas acerca de lo real como invención. Y, también ambos, lo hacen desde una perspectiva clara: el tránsito entre el amor y la muerte, la gran díada freudiana, Thánatos y Eros, que no sólo pone en evidencia la fragilidad de todas las cosas sino que trasciende los límites que la misma sociedad se impone.

Las luces de navidad, los neones de las marquesinas, los focos de la juguetería y las arañas decorativas de la fiesta reemplazan, en Kubrick, a la insistente niebla vienesa de Schnitzler. Escenarios recurrentes e impecables para afirmar el entorno como ilusorio.

El título original de la novela de Schnitzler, que Buchwald Editorial ha publicado recientemente como Nouvelle-sueño es Traumnovelle. En alemán, Traum alude al proceso de representación por medio de imágenes sin asidero en la realidad (el sueño), mientras que Novelle es una forma literaria realista, breve, y definida por una estructura bastante cerrada (novela corta o nouvelle). La paradoja que se da en esta palabra también la conserva Kubrick: con los ojos bien cerrados, los personajes alcanzan un nuevo nivel de conciencia en relación con los otros y con sus deseos. Pero, sin embargo, tener los ojos bien cerrados no significa soñar, sino habitar la realidad misma que, envuelta en brumas, se mueve en una atmósfera de ensueño.

En ese ambiente, el horizonte de la amada converge con el del amante en el punto de la muerte. Kubrick es sorprendentemente fiel al texto de Schnitzler, pero desde el comienzo pone el tema de la muerte enlazado con el deseo en primer plano, cuando una mujer desnuda, Mandy, está a punto de morir de sobredosis en el baño de una fiesta de elite. También, en la novela, Marianne declara su amor a Fridolin al lado del cadáver de su padre.

Las referencias se multiplican y novela y film ya son uno como el sueño y la realidad: una sobredosis de heroína mezclada con cocaína, la presencia espectral del SIDA, una ejecución en manos de la tiranía de una princesa en el sueño de Albertine, el sacrificio por la expiación en la orgía de la sociedad secreta, el deseo por un cuerpo en la morgue, no sólo son el esqueleto de la trama de ambos relatos, sino manifiestan el modo posible de relacionarse con un otro deseado.

Sin embargo, no se puede afirmar que Mandy sea la misma que se sacrifica por él en la orgía, ni que la prostituta que está en el hospital se vaya a morir de SIDA, ni que Bill es efectivamente ejecutado en el sueño de su esposa, y mucho menos hay certeza acerca de la identidad de la mujer que yace en la morgue. Entonces, la muerte es también (y sobre todo) una pregunta. Y su inexorabilidad, por el contrario, no puede convocar a lo real como puerto seguro.

En este universo –que bien podría ser el mismo que el de Schnitzler a principios del siglo XX o el nuestro en el XXI–, no hay diferencia entre un cuerpo desnudo en una orgía y un maniquí en una tienda de disfraces. Kubrick los hace posar del mismo modo. Y el dueño del local pregunta: ¿parecen vivos, no? los maniquíes.

Lo insoslayable de la muerte no hace más que revelar la seguridad como pura ilusión en un mundo donde saber la contraseña de ingreso a un círculo privado no significa nada; en donde las infinitas rejas de un local no protegen de los delincuentes porque ya están dentro; en donde el carnet profesional no te exime de la estupidez.

Al final, lo ineluctable de ella tampoco garantiza ver el rostro detrás de la máscara. Si bien Kubrick da una respuesta –algo difusa–, Schnitzler lo deja bien claro: no hay certeza en el rostro muerto, nítido y pálido de la muerte. La materia está moldeada por el deseo. Y el deseo no es más que una bruma, un sueño o un antifaz.

Tener los ojos bien cerrados o bien abiertos al fin y al cabo es lo mismo, no es más que la constatación del artilugio: el sueño, el deseo y su narración.

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