Ya no se sueña de verdad con la flor azul. Quien hoy despierte como Heinrich von Ofterdingen tiene que haberse quedado dormido. La historia del sueño aún está por escribirse, y abrirse paso hacia su comprensión significaría derrotar definitivamente a la superstición de la inhibición a la naturaleza [Naturbefangenheit] por medio de la ilustración histórica. El soñar participa de la historia. La estadística de los sueños se aventuraría más allá de los encantos del paisaje anecdótico, en la aridez de un campo de batalla. Sueños han decretado guerras, y las guerras, antes de tiempos inmemoriales, han determinado lo legítimo e ilegítimo –sí, incluso los límites– de los sueños.
El sueño ya no abre una azul lejanía. Se ha vuelto gris. La capa gris de polvo sobre las cosas es su mejor parte. Los sueños son ahora un atajo a lo banal. La técnica se apropia, de ahora y para siempre [auf Nimmerwiedersehen], de la imagen externa de las cosas, como billetes que van a perder vigencia. Ahora, en sueños, la mano vuelve a agarrarla y palpa, como despedida, contornos familiares. Toma los objetos por el lugar más manoseado. Eso no siempre es lo más conveniente: los niños no sostienen un vaso, lo palpan dentro. ¿Y qué lado presenta la cosa a los sueños? ¿Cuál es ese lugar más manoseado? Es el lado desgastado por la costumbre y adornado con dichos baratos. El lado que la cosa presenta al sueño es el kitsch.
Las imágenes fantásticas de las cosas caen, ruidosas, en el suelo como páginas de un libro de estampas en acordeón, titulado El sueño. Hay sentencias al pie de cada página: “Ma plus belle maîtresse c'est la paresse”, “Une médaille vernie pour le plus grand ennui” y “Dans le corredor il y a quelqu'un qui me veut à la mort”. Los surrealistas escribieron esos versos y artistas amigos suyos lo ilustraron a partir de estos. Paul Éluard llama a uno Répétitions, en cuya portada Max Ernst dibujó a cuatro niños. Dan la espalda al lector, al profesor y a la clase, y miran por encima de un pretil, donde vuela un globo. Un lápiz gigante se balancea en su punta sobre la baranda. La repetición de la experiencia infantil nos da que pensar: cuando éramos chicos, todavía no existía la angustiosa protesta contra el mundo de nuestros padres. Cuando niños, en eso nos mostrábamos superiores. Con lo banal, al abrazarlo, abrazábamos lo bueno que está, mirá, tan cerca.
Porque el sentimentalismo de nuestros padres, más de una vez destilado, sirve precisamente para dar la imagen más objetiva de nuestro sentir. Su verbosidad [Weitschweifigkeit], amarga como hiel, se contrae en un enigma para nosotros; el ornamento del diálogo llega a estar lleno de los más efusivos enredos. Allí dentro hay afecto, amor, kitsch. “El surrealismo está llamado a restaurar el diálogo en su verdad esencial. Los interlocutores quedan liberados de la obligación de la cortesía. Quien habla no va a deducir ninguna tesis. Pero, como cuestión de principio, la respuesta no va a referirse al amor propio de quien habló. Para el espíritu del oyente, las palabras y las imágenes son sólo un trampolín”. Hermosos saberes del manifiesto surrealista de Breton. Plasman la fórmula del malentendido dialógico, es decir, de lo vivo en el diálogo. Porque “malentendido” quiere decir el ritmo con el que la única verdadera realidad se impone en la conversación. Cuanto más real sepa hablar una persona, más se la malinterpretará.
En Vague de rêves, cuenta Louis Aragon cómo se propagó en París la manía de soñar. Los jóvenes creían haber encontrado el secreto de la poesía; en realidad, lo que hacían era desconectarla [abschalten], como a todas las fuerzas más intensas de la época. Antes de acostarse temprano en la mañana, Saint-Pol Roux ponía un cartel en su puerta: “Le potte travaille”. Todo esto para llegar al corazón de las cosas obsoletas. Para descifrar los contornos de lo banal como una imagen ambigua, para despertar a un “Guillermo Tell” oculto en las boscosas entrañas o para poder responder a la pregunta: “¿dónde está la novia?”. Hace mucho que el psicoanálisis descubrió la anamorfosis como esquematismos del trabajo onírico [Traumarbeit]. Con certeza, los surrealistas van menos tras la pista del alma que de las cosas. Buscan el árbol totémico de los objetos en el espesor de la prehistoria. La más elevada, la última mueca de este árbol totémico, es el kitsch. Es la última máscara de lo banal, con la que nos vestimos en los sueños y en la conversación, para absorber la fuerza del extinto mundo de las cosas.
Lo que llamábamos arte sólo comienza a dos metros del cuerpo. Pero ahora, en el kitsch, el mundo de las cosas vuelve a acercarse a las personas; se rinde en su puño a tientas [tastenden Griff] y, finalmente, forma sus propias figuras dentro de él. El ser humano nuevo tiene en sí toda la quintaesencia de las viejas formas, y lo que se configura en la confrontación con el entorno de la segunda mitad del siglo XIX, tanto en sueños como en textos e imágenes del artista, es un ser que podría llamarse “ser humano amueblado”.
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