Frente al bistró, donde ahora paso todo el día, están demoliendo un edificio antiguo, un hotel en el que viví 16 años, excepto cuando viajaba. Hace dos días, una pared, la del fondo, esperaba su última noche. Las otras tres ya no eran más que escombros en medio del terreno cercado. ¡Me sorprendió lo pequeño que me pareció ese terreno en comparación con el gran hotel que una vez estuvo en él! Y al parecer, un terreno vacío es más ancho que uno edificado. Pero, como esos 16 años fueron tan valiosos, sí, llenos de cosas valiosas, no me entra en la cabeza que sólo queden escombros. Y al desaparecer el hotel como los años que viví en él, lo recuerdo mucho más grande de lo que quizás fue. En la única pared que quedaba, alcancé a reconocer el empapelado de mi habitación: celeste con delicadas vetas doradas. Ayer levantaron enfrente un andamio en el que dos hombres trabajaban. Golpearon el papel pintado, mi pared, con un pico y un martillo; y luego, cuando ya estaba aturdida y débil, la ataron con cuerdas… la pared en el cadalso. El andamio se vino abajo. Los trabajadores colgaban a ambos lados de la pared. Cada uno tiraba de un extremo de la cuerda.
Con un estruendo, la pared se derrumbó. Una densa nube blanca de cal y argamasa lo cubrió todo. Empolvados de blancos, poderosos molineros de piedras, los dos hombres salieron de ella. Vinieron directo a mí, como todos los días, varias veces al día. Me conocen desde que me siento aquí. El más joven señaló hacia atrás con el pulgar por encima del hombro y dijo: “¡Se fue su empapelado!”. Los invité a los dos a beber conmigo, como si me hubieran levantado un muro. Bromeamos sobre el empapelado, las paredes, mis valiosos años. Eran demoledores de profesión, nadie los contrataba para construir. “Y está bien”, decían. “¡Cada cual con su profesión y su plata!”. “Este viejo es el rey de los demoledores”, dijo el más joven. El mayor sonrió. Así de alegres estaban los demoledores; y yo con ellos. Sigo sentado frente al terreno vacío y escucho el paso de las horas. “Perdiste una patria tras otra”, me digo. Aquí sigo sentado, apoyado en el bastón. Me duelen los pies, tengo el corazón cansado, los ojos secos. La miseria se acuesta a mi lado, cada vez es más mansa y más grande; el dolor deja de moverse, se vuelve poderoso y benévolo; el miedo se precipita y ya no asusta. Y eso es el desconsuelo.
Sucede lo incomprensible: mi mano permanece tranquila y no me agarro la cabeza. De la pequeña oficina de correos a mi derecha, sale el cartero y pone cartas sobre la mesa, la mayoría malas; cuando el hotel aún estaba en pie, me traía buenas. Llega una mujer –amada, y sonrío, reflejo de una vieja sonrisa que ya no anhelo–. Un anciano en pantuflas pasa arrastrando los pies, y envidio su derecho a ser viejo y a arrastrar los pies. Los clientes ruidosos discuten en la barra con entusiasmo. Repasan irreconciliables (aunque, en realidad, muy afines) puntos de vista: encendedores, radios, caballos de carreras, esposas, marcas de autos, aperitivos y muchas otras cosas que perturban seriamente la mente. Entra un chofer. El camarero le da vino tinto. El taxi está esperando. El conductor bebe. No tarda en quedarse solo, frente al tabernero detrás de la barra. El camarero cuelga una lata vacía en una rueda de un coche. Los clientes se ríen. Me exigen que ría con ellos. ¿Por qué no? Me levanto y me río. ¿Quién se está riendo de mí? Gentil, la gran miseria espera en mi mesa. ¡Esperame, estoy riéndome un poco!
Enfrente espera el peluquero, blanco como una vela, en la puerta de su local. Pronto vendrán los clientes, después de la jornada laboral, cuando el kiosquero me traiga los diarios de la tarde, esos en los que se habla de acaloradas batallas y sangre fría, pero que –increíblemente– todavía susurran como enormes palomas de la paz cansadas en las mesas de la terraza. Contienen todo el horror del mundo, el horror de todo un horroroso día. Los diarios ya no pueden más. Cuando se encienden los primeros faroles, aparece un refugiado, como si estuviera en su casa, y como si quisiera demostrar que está en su casa, pero también, e inevitablemente, en otro lugar, y dice: “Sé dónde se puede comer bien y barato aquí”. Y está bien que lo crea. Está bien que ande bajo la hilera plateada de faroles y no vea la plaza blanca de cal, fantasmal, ahora que cae la noche. No todos tienen que acostumbrarse a los escombros y a las paredes derribadas.
Se llevó los diarios. Los va a leer en algún lugar donde se coma bien y barato.
Frente a mí, la mesa vacía.
Das Neue Tage-Buch. París, 25-6-1938.
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