Estuvo dos años en una cárcel de Hamburgo y cinco en una prusiana, desde entonces, no tiene nada bueno que decir sobre los prusianos. Su sistema penitenciario es una porquería, un hombre honrado ni siquiera puede jugar a la pelota en esas pocilgas, hay que arrodillarse para que te traten bien. Así que ahora, cuando sale a trabajar, nunca olvida llevar un plano de la ciudad para estar seguro de cometer algún delito en territorio de Hamburgo y no de Altona. Cada vez que pasa por el Nobistor, cerca del ajetreo de la Reeperbhan, en la frontera entre Hamburgo y Altona, dice: “Matás a alguien acá: quince años; un paso más adelante: ¡te quedás sin cabeza!".
No tiene mal aspecto. Es decidido y educado. Se viste bien porque no puede darse el lujo de levantar sospechas. Tiene manos llamativamente ágiles, manos rápidas, manos inteligentes, indispensable en su profesión. Siempre está atento: treinta años y solo siete de cárcel. Cuando es necesario, es brutal hasta el exceso. Con delicadeza y respeto no se rompen huesos.
Dos cosas le apasionan. Esa es su fortaleza: pocas son las personas con solo dos pasiones. Una, es el delito, y le fue inculcada desde la cuna. Todavía recuerda con alegría el miedo que sintió en su cuerpo cuando a los trece años cortó el vidrio de una ventana de la habitación de su tío que dormía, buscó en la oscuridad la cómoda y tomó la billetera.
Para un niño de trece años eso fue más que una prueba de carácter. Haberse criado en un orfanato no estuvo tan mal, se aprenden cosas para el oficio.
Hoy en día menosprecia esos trabajos informales, prefiere trabajar en un proyecto hasta que todo esté listo. Prefiere trabajar solo; cuando toca repartir, siempre te quieren estafar. Con los traficantes de cosas robadas tiene una buena relación comercial, le dan precios especiales, hasta 20% del precio real. Nunca ha tenido problemas con nadie en el mercado negro.
Su segunda pasión son las mujeres: algo que comparte con casi todos los varones. El caso es que nunca se compromete. Todas las prostitutas de la Reeperbahn, del Gängeviertel, lo conocen. Para él, no existen otras mujeres. Necesita mujeres, pero todas son iguales ante sus ojos, ni siquiera las distingue. Todas son tontas, codiciosas, mentirosas, habladoras, y solo sirven para una cosa. Parece mohametano: se partiría de risa si le dijeran que las mujeres son más que carne.
Odia a la policía, pero no tanto como a los traidores de su propio gremio. Si se encuentra con alguno, todo se vuelve rojo, va a arrastrarlo por los suelos donde sea, lo va a morder, a golpear, le va a arrancar una oreja, a destrozarle la nariz hasta que la policía lo encierre en un calabozo y recupere la conciencia, no así la calma.
Se rige por un estricto código profesional: nada de pavadas, trabajo limpio, siempre proteger a los traficantes, no decir nada y no traicionar a nadie. Es un compañero confiable mientras no haya que repartir un botín; en ese caso, siempre pelea por la mayor parte. Después, todo bien. Y sobre todo, es enemigo de cualquiera que no sea delincuente.
Así pasa sus días, entre las masas humanas, casi mudo, casi sin ninguna relación con sus necesidades y alegrías. A veces, en sus horas más oscuras, cuando la policía está detrás de él, cuando no tiene un solo minuto de paz, ni de día ni de noche, o simplemente cuando está triste, va hasta Ohlsdorf y le da una vuelta a la penitenciaría de Fuhlsbütteler. Levanta la mirada hacia las altas ventanas y sueña con volver a estar encerrado. Allí está la paz, dormir sin miedo, la comida día a día, allí están sus hermanos. Detrás de aquella ventana estaba el taller de carpintería, había hecho un armario al estilo Luis Felipe, trabajo fino, ninguna joda.
Después vuelve a casa, a la ciudad, que no es su hogar. Enemigo de todos, su propio enemigo; en el corazón, el sueño de una estrecha celda.
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