Extraños son los senderos nocturnos del ser humano. Cuando sonámbulo fui por habitaciones de piedra y en cada una ardía una silenciosa lamparita, un candelabro de cobre, y cuando congelado me hundí en el lecho volvió a alzarse la sombra negra de la extraña y mudo oculté el rostro entre las manos lentas. También en la ventana había florecido el jacinto azul y sobre los labios púrpura del aliento se presentó la vieja oración, de los párpados descendieron lágrimas cristalinas lloradas por el amargo mundo. En esa hora fui el hijo blanco a la muerte de mi padre. En chubascos azules vino de la colina el viento de la noche, la oscura queja de la madre, muriendo una vez más, y vi el infierno negro en mi corazón, minuto de reluciente silencio. Suave un inefable rostro salió del muro calizo –un muchacho moribundo– la belleza de una estirpe que vuelve al hogar. La frescura blanca luna envolvió la sien que despierta de la piedra, se perdieron los pasos de las sombras sobre escalones en ruina, una ronda rosa en el jardincito.
Mudo, sentado en la taberna desierta bajo vigas de madera ahumadas, y solo junto al vino; un cadáver brillante inclinado sobre un cordero muerto oscuro y a mis pies. De un azul podrido salió la pálida figura de la hermana y así habló su boca sangrienta: clavá la espina negra. Ay, todavía me retumban de tormentas salvajes los brazos plateados. Fluí sangre de los pies alunados, que florecen sobre senderos nocturnos, y sobre ellos la rata se apresura gritando. Enciéndanse estrellas en mis cejas abovedadas; y suene suave el corazón en la noche. Irrumpió una sombra roja con la espada en llamas en la casa, voló con nívea frente. Oh, amarga muerte.
Y una oscura voz habló desde mí: a mi caballo negro le rompí el cuello en bosque nocturno , cuando de sus ojos púrpura saltó la locura; las sombras de los olmos cayeron sobre mí, la risa azul de la fuente y la negra frescura de la noche, cuando yo un cazador salvaje espanté un ciervo níveo; mi rostro se acalló en infierno de piedra.
Y brillante cayó una gota de sangre en el vino del solitario; y como bebí de él, supo más amargo que la amapola; y una nube negruzca envolvió mi cabeza, las cristalinas lágrimas de ángeles condenados; y fluyó suave de la herida plateada de la hermana la sangre y una lluvia ígnea cayó sobre mí.
Por el linde del bosque quiere andar un silencioso, de cuyas manos sin habla se hundió el terso sol; un extraño en la colina vespertina, que llorando eleva los párpados sobre la ciudad de piedra; un ciervo, que en silencio espera en la paz del viejo saúco; oh, sin sosiego escucha la cabeza crepuscular, o siguen los vacilantes pasos de la nube azul en la colina, también rostros serios. A un lado la siembra verde escolta silenciosa, acompaña al ciervo, tímida sobre musgosos senderos del bosque. Las cabañas de los pueblerinos se cerraron mudas y en el negro silencio del viento asusta a la queja azul del torrente.
Pero cuando bajé el sendero de piedras, me sobrevino la locura y grité fuerte en la noche, y cuando me incliné con dedos plateados sobre el agua muda, vi que mi rostro me había abandonado. Y la voz blanca me habló: ¡Mátate! Suspirando se alzó en mí la sombra de un muchacho y me miró resplandeciente desde ojos cristalinos, tal que me hundí llorando bajo los árboles, bajo la enorme bóveda del cielo.
Inquieto paseo por el pedregal salvaje, lejos de las aldeas vespertinas, rebaños que vuelven a casa; lejos pasta el sol en el ocaso en la pradera cristalina y su salvaje canto se conmociona por el solitario grito del ave, acallándose en la calma azul. Pero vos llegaste suave en la noche, cuando yacía despierto en la colina, o veloz en la tormenta de primavera; y la melancolía nubla cada vez más negro la cabeza ida, horrendos rayos espantan el alma nocturna, me desgarran tus manos el pecho sin aliento.
Cuando fue al jardín el crepúsculo, y la negra figura del mal se había alejado de mí, me rodeó la calma del jacinto de la noche; y atravesé en barca el estanque en reposo y una dulce paz conmovió las estrellas petrificadas para mí. Sin habla yacía bajo los viejos sauces y alto era el cielo azul sobre mí y lleno de estrellas; y como moría mirando, murieron para mí el miedo y el dolor más profundo; y la sombra azul del muchacho se alzó brillando en la oscuridad, suave canto; se alzó en alas de luna sobre verdes cimas, cristalinos acantilados el blanco rostro de la hermana.
Bajé los espinados escalones y entré en el aposento pintado de blanco cal. En silencio ardía allí un candelabro y escondí, mudo, la cabeza en linos púrpura; y la tierra echó un cadáver infantil, una figura lunar, que lentamente salió de mi sombra, se hundió con brazos quebrados, caídas de piedra, nieve en copos.

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