Ya brama la medianoche. De larga cabellera,
solemne y en velos blancos envuelta,
lenta se mueve sobre la multitud de sonámbulos,
tan blanca como la niebla que cubre el cielo.
A todos los techos suben,
fuego fatuo en pantano negro.
Bailan sobre las veletas,
con sonrisa demente de alegre triunfo.
Con rápidas manos golpean los platillos,
y en el ambiente verde van cantando alocados.
Sus ropas tiemblan en sus pechos,
embriagando salvajemente a la luna, dulce, llena de olor.
Con delicado gesto le hacen cosquillas
y le pellizcan suave la oreja dorada.
Se pasean en sus pequeñas caderas,
siguen la coreografía, un blanco coro fúnebre.
Como silenciosas nubes atraviesan la noche,
por encima de montañas afiladas sus cumbres azules,
y en un ligero viaje hacia ella suben
al filo del abismo, al son de una canción de cuna.
En sus brazos de araña, la luna los recibe tiernamente,
el beso pinta de blanco su cabeza.
Ellos descansan junto al corazón de su prometida,
que se ve brillar profundo a través del delgado costillar.

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