Me invitaron a decir algo sobre mi público, y tengo que confesar: no creo que tenga.
Al comienzo de mi carrera, cuando para disgusto de mis opositores, una parte notoria del público no silbaba sino aplaudía, es decir, cuando los silbidos no lograban imponerse a los aplausos, estos opositores míos alegaban que los que otorgaba su aprobación eran mis amigos y solo aplaudían por amistad y no porque les gustara la pieza. Mis pobres amigos: tan pocos, pero tan fieles. De hecho, se pensaba que eran lo suficientemente trastornados como para ser mis amigos y, sin embargo, no tan trastornados como para disfrutar de mi música.
Si en aquel momento tuve público, no lo puedo saber con seguridad.
Pero después de las agitaciones, aparecieron, en todas las ciudades importantes, esos pocos cientos de jóvenes que simplemente no tenían idea de qué hacer con ellos mismos y, por lo tanto, se esforzaron en dejar constancia de que tenían una filosofía y apoyaron todas las causas perdidas. Entonces, cuando esa cosa amorfa, esa filosofía, incluso me incluía –sin culpa–, los optimistas aseguraron que tenía público. Yo lo negaba; no veía cómo la gente podía llegar a comprenderme de la noche a la mañana. Después de todo, mis obras no se habían vuelto más simples o superficiales de la noche a la mañana. La rápida retirada de los radicales, que aún no sabían qué hacer con ellos mismos pero sí sabían encontrar qué hacer con otros, justificaba mi punto de vista: no había escrito nada superficial.
Hay muchas razones por las que el gran público tiene poco contacto conmigo. Sobre todo los directores, que todavía hoy dominan el ámbito musical, se mueven mayoritariamente por líneas que no encajan con la mía, o temen presentar al público algo que ellos mismos no entienden. Algunos de ellos (aunque cuando lo admiten se muestran, por cortesía, con pesar) consideran que no comprenderme es una virtud. Reconociendo que esa es su mayor virtud, tuve que sentirme sorprendido la primera vez que un director vienés me dijo que no podía interpretar mi Kammersymphonie porque no la entendía. Sin embargo, me causaba gracia, ¿por qué tenía que obsesionarse conmigo en ese querer entender y no con las obras clásicas que dirigía sin pensar año tras año? Pero, ahora en serio, debo decir que, después de todo, no es un honor para un músico no entender una partitura, sino un motivo de vergüenza; quizá muchos de mis adversarios hoy lo admitirían, sobre todo en lo que respecta a mi Kammersymphonie.
Aparte de estos directores, los que se interponen entre el público y yo son los tantos músicos que no conducen pero que conocen otras formas de engañar. He visto innumerables veces que, en lo que respecta al tema de este ensayo, no era el público el que silbaba: era una pequeña minoría, aunque activa, de “expertos”.
El comportamiento del público es amistoso o indiferente, a menos que se sienta intimidado porque sus líderes espirituales se encuentran protestando. En general, siempre están más bien dispuestos a disfrutar de algo a lo que han dedicado tiempo y dinero. Vienen menos a juzgar que a disfrutar, y hasta cierto punto pueden intuir si la persona que aparece ante ellos tiene derecho a hacerlo. Lo que no les interesa hacer es utilizar su juicio más o menos acertado para mostrarse como mejores, en parte, porque nadie ganar o pierde algo (será superado en número o absorbido por la mayoría), y en parte porque entre el público hay, al fin y al cabo, personas serias, que no tienen la necesidad de destacar por sus juicios artísticos, y que, sin perder prestigio, pueden guardarse sus impresiones para sí, sin valorar. Cualquiera puede guardarse cosas para sí mismo, menos los expertos. Porque ¿qué es el juicio de los expertos si no se hace público? Por eso, también sospecho que fueron los expertos, no los amantes del arte, quienes recibieron mi Pierrot Lunaire con tanta hostilidad cuando lo presenté en Italia. Me sentí realmente honrado de que Puccini, no un experto sino un practicante, ya enfermo, hiciera un viaje de seis horas para conocer mi trabajo, y luego me dijera algunas cosas muy amables: fue agradable, aunque mi música le haya sido completamente extraña. Sin embargo, fue muy adecuado que el perturbador más ruidoso del concierto fuera identificado como el director de un conservatorio. También fue él quien al final resultó incapaz de contener su temperamento mediterráneo, quien no pudo evitar exclamar: “¡Si hubiera habido una sola tríada en toda la obra!”. Obviamente, sus actividades de docente le habían dado muy pocas oportunidades de escuchar tríadas, y había venido con la esperanza de encontrarlas en mi Pierrot. ¿Tengo la culpa de su decepción?
Tengo que aceptar la posibilidad de que el público italiano no sabía qué hacer con mi música. Un concierto donde se silba –en veinticinco años lo vi tantas veces que me pueden creer– siempre es igual: en el tercio delantero de la sala, aproximadamente, hay pocos aplausos y silbidos; la mayoría de la gente es indiferente, muchos miran a su alrededor con asombro o diversión y dirigen su atención hacia la parte de atrás de la sala, donde la cosa está más animada. Allí hay muchas más personas que aplauden, hay menos indiferentes y algunos siseos. Pero la mayor parte del ruido, tanto los aplausos como silbidos, siempre proviene de los que están de pie en la parte trasera y las galerías. Allí es donde las personas instruidas o influenciadas por los expertos se enfrentan a los que están impresionados.
Y, sin embargo, nunca tuve la sensación de que la cantidad de personas que silbaba fuera particularmente grande. Nunca sonó pleno, como un sólido acorde de aplausos, sino más bien como un grupo de solistas con distinto origen y formación, que dan la impresión de homogeneidad por el hecho de que sus ruidos indican la dirección desde la que se acercaban.
Así veía al público y no de otra forma, excepto cuando, como hoy con mis obras más antiguas, aplauden. Pero además de una serie de cartas muy agradables que recibo de vez en cuando, también conozco al público de otro lado. Quizás pueda terminar relatando algunas breves experiencias. Durante la guerra, cuando acababa de ser reclutado para una compañía de reserva, una vez un sargento recién llegado me trató con sorprendente suavidad. Cuando se dirigió a mí después de un entrenamiento, esperaba que me elogiara por mi progreso en lo militar. Me equivoqué; sorprendentemente, elogiaba mi música. El sargento, ayudante de sastre en la vida civil, me había reconocido, conocía mi carrera y muchos de mis trabajos, pero lo que más me sorprendió fue que alabó mi técnica (¡de la que yo no estaba nada orgulloso!). Hubo otros dos encuentros de este tipo en Viena: uno cuando perdí un tren y tuve que pasar la noche en un hotel, y otro en un taxi. La primera vez me reconoció el portero nocturno, la otra vez el taxista, por el nombre que figura en la etiqueta de mi equipaje. Ambos me aseguraron con entusiasmo que habían escuchado las Gurrelieder. En otra ocasión, en un hotel de Ámsterdam, un empleado se dirigió a mí y me dijo que era un admirador de mi arte desde hacía mucho tiempo; había cantado en el coro de Gurrelieder cuando los dirigí en Leipzig. Pero la mejor historia para el final: hace un tiempo, de nuevo en un hotel, el ascensorista me preguntó si era yo quien había escrito el Pierrot Lunaire. Lo había escuchado en el estreno antes de la guerra (¡alrededor de 1912!) y todavía lo tenía en los oídos; en particular una pieza donde se hablaba de piedras rojas (“Rote fürsdiche Rubine”).
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