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Buchwald

Joseph Roth: Dos jóvenes gitanas

El sol brillaba de una forma inusual, estimulante casi. Delicado como al amanecer, pero cálido como en la tarde. La calle estaba llena de peatones apurados. Salían de las galerías cargados de paquetes, parecían ocupados, pero iban vestidos como de fiesta, con ropa clara y a la moda. El ruido de los tranvías, la bocina de los autos y el traqueteo de los colectivos formaban un alegre tumulto. Todo parecía estar bajo la influencia de una jubilosa prisa. La ciudad se sentía vivaz, como un adulto que, de tanta felicidad, se infantiliza.

Entonces vi venir a las dos gitanas.

Muy morenas y con mucho color en la ropa: blusas rojas y polleras azules con flores blancas, trenzas atadas con pañuelos rojos y ámbar alrededor de sus cuellos. Sus sandalias también eran rojas. Aparecieron de la nada. Quizá salieron de algún local. Los transeúntes apurados se apartaron, mientras ellas caminaban literalmente en un espacio vacío. Les lanzaban miradas de asombro y desconfianza. Sus rostros eran infantiles, de mentón puntiagudo y unos hoyuelos que apenas encontraban espacio. Los ojos, azul oscuro. Incluso el blanco de sus ojos tenía un brillo azul. Sus blusas parecían indolentemente desabrochadas, y, sin embargo, estaban castamente cerradas; los collares de ámbar robustos hacían que sus cuellos finos parecieran aún más nobles, enhiestos, aristocráticos. Bajo las prendas holgadas, se podía intuir un cuerpo hermoso.

Las gitanas caminaban despacio, sin preocupación, un poco aturdidas, un poco atontadas por el luminoso desorden, como un par de jóvenes reinas asustadas. Aun así, sus sandalias apenas rozaban el suelo. Los pasos de las chicas con tacos sonaban más fuertes y, a pesar de la prisa, se quedaban más tiempo en el suelo. Las jóvenes gitanas querían cruzar la calle, pero tenían miedo de los autos que pasaban furiosos. Tres veces avanzaron hasta la mitad de la calle y tuvieron que correr de vuelta a la vereda como pajaritos de colores acobardados. El pánico se apoderó de sus delicados rostros. Y la gente se rió un poco.

Así que me les acerqué, me puse en medio de ellas, las tomé del brazo y las llevé al otro lado. Sentí cómo temblaban. Cuando llegamos, me despedí con el sombrero y las dejé seguir su camino.

Un caballero de gran bigote rubio, que llevaba dos perchas con ropa, me miró mal. En sus ojos azul claro había desprecio y odio y la rabia de la impotencia.

Las jóvenes gitanas ni se dieron la vuelta, siguieron su camino. Una ráfaga de viento movió sus polleras. Parecían dos banderas errantes.

Frankfurter Zeitung, 12. 5. 1924

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